El historiador Jacques Barzun decía en alguna parte que uno lee siempre con gusto las aventuras de Sherlock Holmes y el doctor Watson porque al hacerlo está en el siglo XIX. Una época que no hemos conocido los contemporáneos, pero a la que nos llevan las imperecederas narraciones de Conan Doyle, en su sencillo formato de relato detectivesco, de un modo más cercano, sensorial y espléndido que muchas grandes obras literarias más ambiciosas. Con ciertas tradiciones que celebramos ocurre algo parecido. Nos gustan porque permanecen inalterables, porque nos llevan siempre al mismo lugar. Son el antídoto al fluir continuo del tiempo. Y esto resulta especialmente cierto de la Navidad. Todas las Navidades serán distintas, pero a la vez cada Navidad es la misma. Por decirlo tautológicamente, Navidad es Navidad.
La gente en Navidad suele querer lo de siempre: luces navideñas en las calles, árboles de Navidad iluminados, belenes, cabalgatas de Reyes Magos y, ya que los hemos incorporado, Papa Noeles con trineos y renos. Pero hay, desde hace años, ayuntamientos decididos a reinventar la tradición, y más que a reinventarla, a no dejar de ella piedra sobre piedra. O quizá deberíamos decir deconstruirla, como conviene a la posmodernidad. Esa deconstrucción significa, en lo concreto, sustituir la simbología tradicional por otra que recuerde lo menos posible a la navideña de siempre, y de tal manera que cuando la vemos no podemos reconocer en ella a la Navidad. Quizá logremos reconocer algo. Quizá, con esfuerzo. Pero la Navidad seguro que no se nos aparecerá. El objetivo de los deconstructivos es que la Navidad sea irreconocible.
La inclinación cosmopaleta a posmodernizar la Navidad se ha ido manifestando en distintas ciudades españolas, incluyendo Barcelona. Con la peculiaridad de que allí, en lugar de suprimir los belenes, compiten cada año por montar uno que sea lo menos parecido posible a un belén tradicional y lo más parecido a esas instalaciones de arte contemporáneo que los limpiadores de los museos tiran a veces a la basura creyendo que se trata, en efecto, de basura. El de este año ya se ha comparado con un trastero o un mercadillo. Naturalmente a mucha gente no le gustan esos belenes que no parecen belenes. Porque el público no quiere interpretar un belén a partir de una instalación de objetos: quiere verlo. Quiere ver lo que ha visto siempre y no otra cosa. Así funciona la tradición.
La cuestión, claro, es que esta deconstrucción de la Navidad, con belenes que no se sabe que son belenes, con adornos navideños que nadie diría que son navideños, no se hace para que guste. Se hace para exhibir que la ciudad es una ciudad a la vanguardia de la modernidad. Y para los exhibicionistas de modernidad, la Navidad, tal como se ha celebrado siempre, es puro kitsch y pura horterada. Ni siquiera sospechan que lo kitsch son sus deconstrucciones y lo ridículo, su esfuerzo por parecer hipermodernos. Pero dado el empeño por hacer irreconocible la Navidad en tantas ciudades, no se extrañen luego que acudan tantos visitantes a aquellas pocas donde la Navidad todavía es Navidad.