La muerte de ciertas voces dulces y rostros hermosos es también una herida en el alma adulta que recuerda las tardes de cine y radio, cuando el mundo era misterioso, el hogar enorme y nuestros padres dioses. Creemos mantener un vínculo invisible con aquel pasado mientras sus rostros siguen visibles aunque ajados y sus voces audibles, por eso cuando desaparecen su muerte es también un hachazo en el tronco de nuestra intrahistoria.
Camilo Sesto no solo es una discográfica imperecedera y una gran voz de nuestra música (de eso ya escribirán los expertos) sino un icono de lo que nosotros fuimos en los años setenta del siglo pasado. Sus canciones, como la madalena de Proust, abren puertas a instantes olvidados, a momentos insignificantes pero que son nuestros y por eso solo nosotros los amamos a nuestra manera. Una melodía de Camilo es también un reloj de pared que mueve su péndulo mientras estoy leyendo El Capitán Trueno tirado al sol tardío del salón y mi madre escribe a maquina una tesis. La radio era el quinto miembro de nuestra familia y en los setenta Camilo estaba en su cenit.
Yo empezaba a dejar atrás la infancia y entraba en la adolescencia. Y en mi adolescencia prepotente y roja solía burlarme de Camilo Sesto, de sus letras sensibles y poéticas, de su exagerado amaneramiento, de su melenaza leonina y extemporánea y de sus blancos pantalones de pata ancha, como si fuera una versión hispánica del ángel de Grease (maravilloso Frankie Avalon). Nos sentíamos mas hombres y mas machos, haciendo chistes malos sobre alguien que muy por encima de nuestras ridículas chanzas tenía una de las mejores voces de nuestra historia musical.
Y yo sigo envejeciendo, mientras Camilo ya es inmortal. No ha habido mejor Superstar que Camilo y estoy seguro de que el mismísimo Jesus - sin 'Superestar' - ya se lo ha agradecido en persona: ¡Camilo, cantas como los ángeles!