Hace ya algunos años salió en los papeles que en el Reino Unido habían instalado varios miles de unidades del aparato en cuestión con el beneplácito de muchos vecinos intimidados por el comportamiento crecientemente violento de los jóvenes. Se trata de un altavoz que emite un sonido desagradable sólo para el oído de los seres humanos menores de veinticinco años. Dada la moda del consumo masivo de alcohol en lugares públicos y otras actividades productoras de ruidos, basuras y altercados, no se les ha ocurrido mejor medida que este ahuyentador de jóvenes. Seguro que, desesperados por no poder dormir, algunos millones de españoles darían algo por que se instalaran en sus calles, sobre todo teniendo en cuenta la tradicional afición española de hablar a voces como si todos estuviéramos sordos. Especialmente esas promociones amamantadas en las tetas de la LOGSE a las que ni sus papás sesentayocheros ni sus profesores formados en las progrepedagogías les han enseñado buenos modales, esas reliquias fascistas.
Atrevámonos a suponer que los llamados progresistas, esos optimistas antropológicos que han ubicado nuestra época en el punto más luminoso de la historia de la civilización, estarán extrañados de que las nuevas generaciones, educadas en los sacrosantos valores igualitarios, sean incomparablemente más salvajes que sus padres, abuelos y bisabuelos, sufridores todos ellos de sucesivos regímenes reaccionarios. También habrá que suponer que prohibir el consumo de alcohol en la calle es inadmisible por atentatorio contra la libertad de las personas; y que castigar el gamberrismo es impensable porque desde Rousseau se sabe que el gamberro es bueno por naturaleza aunque corrompido por la sociedad. Por no hablar de replantear de raíz todo lo que sale de los libros, la televisión, la prensa, las aulas y los charlamentos para regresar a los viejos conceptos de autoridad, respeto, austeridad, disciplina, civismo, vergüenza, virtud, honor y rectitud, todo ello tan intolerablemente reaccionario que suena ridículo. Todo esto atentaría contra los derechos humanos. Pero, por lo visto, repeler a las personas como si fueran mosquitos, no.
Al parecer, se ha dado un nuevo paso en estos curiosos asuntos de repelencia urbana. Pues, según puede leerse en la prensa anglosajona, la música clásica está dando excelentes resultados en la pacificación de las calles. Beethoven y Mozart, por ejemplo, llevan ya una larga temporada emanando de los altavoces de varias estaciones de metro conflictivas de Londres con el resultado de una notable reducción de los casos de violencia verbal y física.
También en los Estados Unidos y Canadá llevan ya varios años emitiendo música clásica con diversos objetivos. Uno de ellos es mejorar los modales de los parroquianos de hamburgueserías y establecimientos similares. Según cuentan los protagonistas, una dieta auditiva a base de Chopin y Debussy consigue resultados sorprendentes, sobre todo en horario nocturno. Lo que, unido a las numerosas experiencias mozartianas realizadas en granjas, sobre todo de cerdos y vacas, con notable reducción de agresividad y mejoría de productividad, debería provocarnos enjundiosas reflexiones.
Pero los sones de siglos pasados también sirven para espantar a gamberros, pedigüeños, prostitutas, camellos y demás fauna. Parece ser que a ese tipo de gente le resulta insoportable ese tipo de música. Pero no porque las agudas notas de una soprano pechugona como el ruiseñor de Milán les perfore los tímpanos o rompa las gafas. Pues, según los datos analizados, la música más eficaz para disminuir el número de delitos en lugares conflictivos es la prerromántica: Bach, Mozart y Vivaldi repelen más y mejor que Tchaikovsky, Brahms y Verdi. Aunque tampoco hay que exagerar sus efectos: no es que, como se supone desde Orfeo, la música amanse a las fieras, o en este caso que consiga eliminar la delincuencia, sino que la mueve de sitio, lo que en la mayoría de los casos acaba beneficiando a barrios de alta categoría y perjudicando a los lugares donde se concentra la conflictividad a ritmo de rap y reguetón. La música, como frontera sonora para mantener a la chusma alejada de las zonas finas.
Quienes han empleado sus neuronas en analizar tan curioso fenómeno deducen que la música clásica es concebida por la mayoría de la gente, especialmente por los estratos más bajos e incultos, como patrimonio exclusivo de las clases altas. Y por eso la perciben como algo agresivamente elitista.
A ello habría que añadir la asociación que muchos hacen entre música clásica y psicopatía. El cine tiene mucho que ver en esto: dejando aparte el adorable David Helfgott con su neurosis rachmaninoviana, los casos más evidentes probablemente sean las combinaciones Beethoven-Naranja mecánica, Bach-Hannibal Lechter, Verismo-Mafia y Wagner-Hitler, aunque podría seguirse el rastro bastantes décadas atrás hasta Peter Lorre tarareando Peer Gynt por las oscuras calles de Düsseldorf.
La música, la más espiritual de las artes, hermanada con el crimen. Curiosa época.