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EDITORIAL

Plácido Domingo y la selva

En un país que merezca calificarse de libre o democrático cuando una persona es denunciada o acusada tiene una serie de derechos que se salvaguardan

Aunque ha pasado a la posteridad como un ejemplo de barbarie, la Inquisición tenía una serie de procedimientos legales que debían cumplirse, unos pasos reglados que había que dar y unas formas, establecidas previamente, para que los acusados tuviesen un mínimo de garantías durante el proceso, para que la mera denuncia anónima no pudiese suponer una condena automática.

Desde entonces, los sistemas legales han evolucionado para bien: ahora en cualquier país que merezca calificarse de libre o democrático cuando una persona es denunciada o acusada tiene una serie de derechos que se salvaguardan, entre ellos y no el menos importante, el de un proceso reglado, que incluye una serie de pasos durante los que está claro qué debe hacer, de qué se le acusa, en base a qué pruebas o testimonios y a qué castigos se enfrenta.

Entre todos estos derechos hay uno que es esencial: la presunción de inocencia, el hecho de que una persona sólo puede ser tratada como culpable cuando un tribunal ha establecido su culpabilidad y que, mientras tanto, limita extraordinariamente las medidas preventivas que se pueden tomar contra él y las somete al escrutinio y la revisión permanente. Y no menos importante, la otra cara de este derecho: que un acusado no tiene que demostrar que es inocente, sino que son los acusadores los que deben probar que es culpable.

Todo este armazón legal es una parte importantísima del muro defensivo que separa a las democracias liberales de la barbarie, porque un mundo en el que se pueda derivar un castigo inmediato de cualquier acusación anónima, vertida por cualquiera y de cualquier manera, no es sino una selva en la imperarán la mentira y la ley del más fuerte o del más osado, en la que todos los ciudadanos estaremos expuestos al horror y la injusticia.

Treinta años después, es muy difícil saber si Plácido Domingo es o no culpable de algo de lo que se ha acusado públicamente y en las portadas de los periódicos de todo el mundo. Transcurrido tanto tiempo se hace complicado probar si las relaciones fueron consentidas, como él creía según dijo en su comunicado, si realmente se valió de su posición de poder para obtenerlas o si, incluso, hubo de por medio amenazas profesionales más o menos explícitas.

Sin embargo, incluso aunque fuese culpable -cosa que, por supuesto, no afirmamos-, no se merecería la cacería a la que se está viendo sometido: se merecería un proceso legal con las oportunidades correspondientes para ser acusado y para defenderse, porque incluso cuando el reo es culpable un linchamiento que acaba con un cuerpo colgando de un árbol es una salvajada impropia de una sociedad civilizada.

Lamentablemente, en nuestro civilizado siglo XXI han vuelto los linchamientos y, aunque ya no usen una horca improvisada, tienen un efecto casi igual de dramático: acabar con la vida profesional y social de cualquier persona. Por supuesto, esto no es culpa de la mujeres que denuncian lo que quizá sepan o crean sinceramente que ocurrió. Los verdaderos culpables son dos: de un lado unos medios de comunicación absolutamente irresponsables que dan pábulo a cualquier cosa y de cualquier manera, sin respetar nada en su soberbia de salvadores del mundo.

Y del otro, un feminismo malentendido, con evidentes intereses políticos totalitarios y que está dispuesto a cualquier cosa con tal de partir en dos a la sociedad y crear un mundo maniqueo de mujeres buenas y hombres malos, aunque para ello tenga que pasar sobre el cadáver de alguno de los pilares de nuestra vida en libertad, como los sistemas legales y la presunción de inocencia.

Así las cosas, debemos ser conscientes de la gravedad de estos casos y de lo que de verdad significan, porque es responsabilidad de todos poner freno a los que quieren llevarnos de vuelta a la selva.

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