La barbarie está instalada en todas partes. Bárbara costumbre es borrar los nombres de las ciudades españolas para oscurecer, sustituir y eliminar la idea de España. Y también es salvaje borrar el nombre de un español ilustre, un ser genial en palabras de Juan Goytisolo, que le da nombre a una plaza. Casi todos los días laborables del año, camino de mi despacho, paso por una plaza llena de historia. No hay sin embargo un modesto cartel que indique su nombre, pero lo tiene y pertenece a uno de los hombres de letras más importantes de la historia de España. Esta plaza alberga edificios históricos, estatuas de filósofos de otras épocas, novelistas y políticos del siglo XX, pero es difícil, imposible, hallar una indicación para saber que estamos ubicados en la Plaza de Menéndez Pelayo de la Universidad Complutense de Madrid (en su campus de Moncloa).
De Menéndez Pelayo, seguramente el filósofo, historiador, esteta, poeta y crítico literario más grande del siglo XIX y de parte del XX, se siguen diciendo todo tipo de barbaridades, especialmente referidas a su personalidad civil. Creo que el desprecio exhibido contra este gran hombre compite en maldad con la desinformación y mala fe sobre la relevancia mundial de su obra científica. Tengo la sensación de que la mayoría de los universitarios españoles sería incapaz de evaluar la trascendencia de las palabras que don Juan Valera le dedicó: "Los españoles nos desconocíamos antes de él". He ahí una de las grandes tragedias culturales de la España de hoy. El desenlace de ese drama cultural requerirá algo más que inteligencia. Se necesitará coraje, en primer lugar, para leer a uno de los autores más amenos de la historia de la literatura española de todos los tiempos.
Amenidad, en efecto, desprende toda su obra. Yo me lo paso tan bien leyendo a don Marcelino que necesito, de vez en cuando, comunicárselo a un amigo para que disfrute conmigo. Ayer, sin ir más lejos, llamé a un colega para que compartiera conmigo mi alegría. Después de haber leído una magnífica biografía de Carmen Llorca sobre Emilio Castelar, tuve la necesidad de contrastar la imagen de orador y profeta, sin duda alguna brillante, que me daba la historiadora del político e historiador gaditano con la ofrecida por Menéndez Pelayo y me encuentro con estas líneas:
En cada discurso del Sr. Castelar se recorre dos o tres veces, sintéticamente, la universal historia humana, y el lector, cual otro Judío Errante, ve pasar a su atónita contemplación todos los siglos, desfilar todas las generaciones, hundirse los imperios, levantarse los siervos contra los señores, caer el Occidente sobre el Oriente; peregrina por todos los campos de batalla, se embarca en todos los navíos descubridores, y ve labrarse todas las estatuas y escribirse todas las epopeyas.
Seguí leyendo, disfrutando, de esa sutil ironía y volví a releer las tres o cuatro páginas que el polígrafo santanderino dedica a Castelar, en su Historia de los heterodoxos españoles, y al final llamé a mi amigo, un catador extraordinario de buena literatura de la escuela de Roland Barthes, no para que me diera su juicio sino para que gozara conmigo. Me escuchó con paciencia al otro lado del hilo telefónico y concluyó: "Son extraordinarias esas líneas. Debería ser una obligación moral escribir bien". Tiene razón mi amigo. La escritura de don Marcelino debería ser algo más que una invitación a la buena literatura. Debería ser un imperativo moral para nuestro tiempo. Escribir con la sencillez y pureza de Menéndez Pelayo debería ser norma eterna del arte de la escritura. Curiosamente, el ideal estético de toda su obra, escribir con sencillez y pureza, contrastaba con la retórica y la oratoria de Emilio Castelar. Y, sin embargo, Menéndez Pelayo, lejos de estigmatizar la oratoria del político, extrae de ella oro.
En fin, por eso, por escribir muy bien y ser el primero que ha definido la conciencia nacional se merece un cartelito en su plaza de la Complutense.