Me encuentro ahora escribiendo un jugoso ensayo de crítica literaria o de sociología de la cultura. Lo titulo provisionalmente Dios de tejas abajo. Investiga la presencia del factor religioso en las novelas de la Edad de Plata. Se pone ese nombre a un periodo particularmente fecundo de la creación literaria en nuestro país. Lo extiendo de forma convencional entre la Restauración de Cánovas y los primeros estertores de la Guerra Civil. Fue una época traumática en lo político, pero fecunda por el espíritu de creación artística, literaria y científica. Francamente, mi Dios de tejas abajo es el empeño de investigación al que he dedicado más tiempo y más esfuerzo. Me resulta muy placentera la dedicación de leer sin tasa, ahora que me siento liberado del ejercicio docente. Ha sido una sorpresa comprobar cómo el factor religioso se halla entreverado en los relatos de los novelistas más eminentes, incluidos los que pueden pasar por anticlericales o incluso ateos. El caso más llamativo es el de Galdós, el autor más destacado de la literatura en español después de Cervantes. Me pregunto cuántos de nuestros escolares actuales han recorrido la obra de tales genios.
En consecuencia, me dirijo a una gran casa editorial en la que he publicado varios libros y que ha acumulado un inmenso prestigio durante varias generaciones de escritores. Le envío una primera versión de mi manuscrito. Recibo esta estupefaciente respuesta: "Lamentablemente, en nuestra editorial ya no caben este tipo de ensayos literarios y cultos. Estamos orientados en libros más comerciales". Así pues, la investigación que digo ingresará en la cada vez más abultada carpeta de mis papeles póstumos. Desde luego, no pararé hasta concluirla, por lo menos mientras el cuerpo aguante.
No se trata de un hecho casual, sino sistemático. Por todas partes se aprecia últimamente un pavoroso descenso de la calidad en la producción literaria, artística, científica. No hay más que ver los bodrios de las películas recientes, no digamos la ramplonería de las novedades de las librerías, las tomaduras de pelo de las performances o las instalaciones de las salas de arte. El valor de lo comercial equivale a la primacía de lo vulgar.
Los currículos profesionales se llenan de sucesos nimios: participación en cursos, másteres o encuentros sin mucho fuste. La asistencia a congresos profesionales o científicos de mayor empaque se resuelve hoy con aportaciones levísimas, insustanciales, realizadas muchas con el sistema de corta y pega. En las tesis doctorales hodiernas se pueden incluir trabajitos ya publicados, además de otras vaciedades que no es momento de detallar. ¿Para qué investigar más si todo está en Google?
Una gran parte de los políticos ya no saben desarrollar un discurso sin leer el texto, que seguramente han escrito los servicios de documentación o equivalentes. En los objetos que adquirimos para nuestro bienestar cotidiano se nota cada vez menos la calidad, la artesanía, la obra bien hecha. Importa a veces la marca, más que nada para lucirla, pero si es falsificada, mejor. Es raro que se anuncien artículos o servicios de verdadera calidad. Lo nuestro es ahora el mercadillo de las mediocridades. El comercio más característico de nuestro tiempo es el que se ofrece con descuentos o rebajas, e incluso el de los pobres manteros, que pena me dan.
El ideal de vida predominante en estos momentos es el de esforzarse lo menos posible en el estudio, el trabajo, los negocios. Si además se consigue alguna ayuda o subvención estatal, tanto mejor. Nunca como hoy se ha valorado tanto la actividad especulativa, que consiste en el afán de comprar para vender. Si bien se mira, la clase social de los rentistas es ahora más numerosa que nunca.