"La más potente de las propensiones humanas en relación a la corrupción por el absurdo de la moda es la tentación de aprobar sin crítica alguna los sinsentidos que moralmente están de moda". Los académicos estadounidenses Peter Boghossian, profesor de Filosofía, y James A. Lindsay, doctor en Matemáticas, autores de las líneas citadas, probaron hasta dónde llegaban esa propensión y esa tentación elaborando un largo artículo, completamente absurdo, sobre la temática de estudios de género. Lo enviaron a revistas especializadas y lograron su publicación. Se titulaba "El pene conceptual como un constructo social". "Después de redactar el artículo", explicaron, "lo leímos con atención para asegurarnos de que no decía nada significativo, y como ninguno de nosotros pudo determinar de qué trataba realmente, lo consideramos un éxito".
Boghossian y Lindsay perpetraron un Sokal. En realidad, colaron más de uno, porque después, con la colaboración de Helen Pluckrose, prepararon más piezas del estilo y algunas fueron publicadas, como la también célebre "Reacciones humanas a la cultura de la violación y la performatividad queer en parques urbanos para perros en Portland, Oregon". Los dos profesores se propusieron hacer, con respecto a los estudios de género –más ampliamente, grievance studies–, lo mismo que había hecho el físico Alain Sokal con el posmodernismo en la década de 1990 para demostrar la impostura de intelectuales prestigiosos (Deleuze, Lacan, Latour, Irigaray, Guatari, Derrida) dados al uso y abuso de terminología científica y la impostura del propio relativismo posmoderno, según el cual todo, incluida la ciencia, era construcción social y relato. El producto deliberadamente delirante que preparó Sokal con citas de aquellas vacas sagradas se llamó "Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformadora de la gravedad cuántica". Y coló. Vaya si coló.
Coló por razones similares a las que condujeron a la publicación de los falsos papers de Boghossian y compañía. Porque sintonizaban con una tendencia intelectual poderosa, y esa sintonía funcionaba como salvoconducto para pasar los controles. Los artículos eran disparatados, no querían decir nada, eran incomprensibles, pero emitían, por así decir, los sonidos adecuados. Usaban la jerga de moda y el hecho de que fueran ininteligibles era incluso un punto a favor. Cualquiera que, en su momento, se aproximara a las obras de autores postestructuralistas recordará la sensación: no se entendía nada, pero eso no se atribuía a una falta de los autores, sino del lector, insuficientemente preparado e inteligente para comprender aquellas abstracciones enfundadas en terminología científica. ¿Qué demonios quería decir Baudrillard cuando afirmaba, escribiendo sobre la guerra del Golfo, la primera, que "el espacio de la guerra ya es definitivamente no euclidiano"? Nada. Pero impresionaba.
Décadas después de que Sokal pinchara el globo posmoderno, son los estudios de género los que ofrecen uno de los campos más abonados para la estafa intelectual. Lógico, porque el tipo de feminismo que se dedica a promoverlos es un subproducto del posmodernismo. En España, la moda feminista prácticamente acaba de llegar, de manera que es probable –más que probable, pues ya se está viendo– que ocurra lo habitual en estos casos: como llegamos tarde, vamos a multiplicar la ración. Vamos a ser más papistas que el Papa. Y en ese empeño por recuperar el tiempo perdido, por compensar el retraso, la estafa va a encontrar, o ha encontrado ya, el camino expedito. Sea en el circuito académico, donde se ofrecen másteres en estudios de género, en especial en las universidades públicas, sea en el circuito más divulgativo, como los medios de comunicación.
Ahí, en los medios y su entorno, no es que el campo esté abonado para la impostura: hay avidez por ella. Es, en fin, el momento de las impostoras. Como esa actriz que se hace popular como feminista y que una vez que le ofrecen dirigir una serie de ficción –una serie feminista, precisamente– despide a la que iba a ser protagonista porque está embarazada. La responsable de esa tropelía o, al menos, de esa incongruencia absoluta con lo que predica es, en primer lugar, ella. Pero las empresas que apuestan por un personaje así para vender feminismo a sus audiencias tienen su responsabilidad. Como en el caso de la impostura intelectual, los controles fallan. Lo único que importa es vender el producto de moda, no si el producto es o no una estafa.
Igual que en la moda de los estudios de género e igual que en la del posmodernismo, el descubrimiento de las imposturas no será suficiente. "No romperá el hechizo", como decían Lindsay y Boghossian. "La gente no suele renunciar a sus apegos morales y compromisos ideológicos sólo porque no estén alineados con la realidad". Ni suele renunciar a participar de la moda del momento. Si los estafan es porque quieren.