Maravilla la familiaridad con los muertos, que se mantiene tan viva en las tradiciones españolas, especialmente con los finados famosos. Durante mucho tiempo, en la España contemporánea se mantuvo el rito cultural de celebrar la fiesta de los Difuntos con la representación del Tenorio. Se recordará su fúnebre desenlace del cementerio con lamentos mortuorios. En nuestras costas literarias el género más socorrido es el obituario, necrológica o panegírico.
En el castellano clásico la fama era el éxito y el reconocimiento de las hazañas de una persona eminente una vez fallecida. Pocos versos habrá tan sentidos en la literatura castellana como los de Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre: los escolantes de otros tiempos los aprendimos para toda su vida:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando.
Otros versos perennes son los que dedicó, de encargo, Miguel de Cervantes "Al túmulo de Felipe II":
Apostaré que la ánima del muerto,
por gozar de este sitio,
hoy ha dejado
el cielo, de que goza eternamente.
La censura no captó la ironía.
No es leyenda, sino macabra celebración, la historia de la reina Juana escoltando el féretro de su esposo Felipe, el Hermoso, por toda Castilla. En su afán de revitalizar tales regias exequias fúnebres, después de la última guerra civil, los falangistas llevaron a hombros los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera desde Alicante hasta El Escorial. Años más tarde los exhumaron para enterrarlos en Cuelgamuros, desde entonces el Valle de los Caídos. La caricatura de tales solemnes celebraciones es la de los anarquistas españoles de diversas algaradas cuando quemaban los conventos y desenterraban las momias de las monjas para exponerlas en la calle. Hay veces en que la necrofilia trata de apaciguar la crueldad.
El actual Gobierno de España, que Dios guarde, se ha empeñado en desenterrar a Franco del Valle de los Caídos. Bien es verdad que el Caudillo no fue propiamente un caído de la guerra civil, aunque sí Primo de Rivera. La extraña coincidencia es que ambos fallecieron un 20 de noviembre, con 39 años de distancia. Se añade otra casualidad: Buenaventura Durruti, el gerifalte de los anarquistas durante la guerra civil, también murió (seguramente asesinado) un 20 de noviembre de 1936 (el mes de los difuntos). En la misma fecha fusilaban a José Antonio Primo de Rivera.
Lo extraño es que, al desenterrar a Franco, el Gobierno quiera hacer del Valle de los Caídos una especie de cementerio civil. Tendrá que dinamitar la colosal cruz y las imponentes esculturas de los Evangelistas y de la Piedad. No está claro quién se va a enterrar en el gigantesco mausoleo y qué otros símbolos se van a colocar.
La locura de desenterrar la momia de Franco logrará un imprevisto efecto mefistofélico. A saber, será un estímulo que acreciente la fama del Caudillo (o Dictador) muchos años después de muerto. Todo muy español.
El pueblo español mantiene una radical veta macabra. Come huesos de santos (es decir, de muertos) en el Día de Difuntos. Es una tradición que se ha conservado muy bien en México, donde se comen calaveras de dulce para celebrar la misma fecha. Los españoles de la generación anterior eran capaces de gastar la hijuela en un seguro de entierro que les aseguraba una tumba perpetua. Ya es fe.