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Amando de Miguel

El misterio de tanto viaje

Los viajes de placer se justifican por esa ilusión de que con ellos uno va a reformarse, enmendar errores.

Los viajes de placer se justifican por esa ilusión de que con ellos uno va a reformarse, enmendar errores.
Pixabay/CC/JESHOOTScom

Da que pensar el fenómeno masivo de la vuelta de vacaciones de estos días. Escribe la Pardo Bazán en La Quimera: "Siempre que emprendemos un viaje, entra por mucho en nuestra animación la esperanza de que va a cambiar el aspecto de la vida, de que vamos a renovarnos". Gran intuición de la ilustre gallega, tan viajera ella. En su tiempo eran muy pocos los que cogían la diligencia o el tren, y menos los que (como ella) lo hacían por placer. Pero en nuestros días es una actividad general, casi una obsesión colectiva. Recuérdese el rito del viaje después de la boda, que curiosamente se llama "viaje de novios". Está claro que es el momento en el que los contrayentes piensan que van a cambiar radicalmente de vida, sobre todo si son jóvenes. Luego resulta que, a la vuelta del viaje, se reanuda la rutina.

Los viajes de placer se justifican por esa ilusión de que con ellos uno va a reformarse, enmendar errores. El impulso de trasladarse ocasionalmente a otro lugar se corresponde con el común sentimiento de estar en otra parte, una ilusión o fantasía que nos asalta a veces, sin saber muy bien por qué. Ocurre en los sueños nocturnos, en los que suele cambiar el decorado cotidiano.

De mí sé decir que durante más de media vida adulta he sido un impenitente trotamundos. Calculo que he vivido en una treintena de domicilios en distintas ciudades. Pero, de un tiempo a esta parte, lo que me apetece es moverme lo menos posible. Será cosa de la edad. Un equivalente del viaje, mucho más cómodo, es la continua lectura de libros y la reiterada visión de películas. En los hoteles no duermo bien al no disponer de libros en la habitación. Bien es verdad que suele haber un televisor, pero no sé manejar el mando a distancia. Los libros en la habitación dan sosiego, aunque no se lean. Quizá por eso en los Estados Unidos dejan un ejemplar de la Biblia en la mesita de noche.

Cuando visito otra ciudad (casi siempre para dar una conferencia) lo que me apetece es flanear, esto es, deambular despaciosamente sin rumbo fijo, aunque un mapita suele ser útil. No se trata tanto de ver monumentos, sino de apreciar el paso de los viandantes.

Son muy corrientes las novelas o las películas que se desarrollan a lo largo de la carretera (road movies). Son más típicas de los Estados Unidos. La pieza clásica del género es la Odisea y en España el Quijote. Luego están Cinco semanas en globo, de Julio Verne, o La vuelta al mundo de un novelista, de Blasco Ibáñez.

El viaje turístico se hace hoy obligatorio para casi todos los españoles, un tanto fatigados de ser anfitriones de los extranjeros. El viaje de vacaciones (se dice en plural, aunque sea una vacación) resulta más estimulante cuantos más kilómetros se recorran en el menor tiempo posible. Lo mejor de una aventura es el regreso. En ese momento feliz el viajero se dispone a entregar los regalitos más o menos exóticos para los deudos. Como contraprestación, debe enseñar las fotografías que se trae el viajero en el telefonillo. Tales operaciones rituales tienen por objeto dar envidia a los que se han quedado en el lugar de origen. Ese es el verdadero placer de la excursión. Ya se sabe que dar envidia es uno de los placeres lícitos más apreciados. Viene a ser la justa compensación de tantos agobios como supone hoy el hábito de trasladarse a otro paisaje. Cuanto más lejos, mejor. Se aconseja a los españoles la visita a Nueva Zelanda o Tasmania, que son nuestros antípodas. Es un viaje tan caro que solo pueden pagarlo los que viven del presupuesto público o de trabajos remunerados por encima de las capacidades de uno.

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