En la muerte de Lanzmann
Estremece la vuelta de los supervivientes y quienes sin ser nazis ni necesariamente antisemitas hicieron posible el genocidio haciendo su trabajo.
Cuando hace algunos años leí las impresionantes memorias de Claude Lanzmann, no pude evitar pensar que quizá exagerara, o incluso se hubiera inventado algunos de los episodios que narra. Es inevitable tomarse a uno mismo como referencia de lo posible, y, al menos para mí, resulta difícil imaginar una vida (y una obra) tan intensa, con tan pocas concesiones a los otros y al zeitgeist como la que se labró Lanzmann. Pero no tiene sentido dudar de su relato autobiográfico, porque hay prueba de la parte más inverosímil.
La parte más inverosímil es Shoah, su monumental testimonio del Holocausto. Tardó once años en terminarla, y para ello hubo de engañar a los más poderosos mecenas y productores, que le exigían resultados pronto y rechazaban que la película rebasara la duración de los documentales comerciales por temor a que el exceso arruinara cualquier opción de éxito entre el público. Lanzmann tardó lo que quiso en hacer Shoah, que al final llegó a las casi diez horas de cinta y cosechó un triunfo absoluto que trasciende al cine, a la crítica y a la época que vivió su autor.
Por la fuerza que tienen todos, es difícil quedarse con alguno de los pasajes de Shoah. Estremece la vuelta de los supervivientes y quienes sin ser nazis ni necesariamente antisemitas hicieron posible el genocidio haciendo su trabajo. Es imposible olvidar la visita de Lanzmann a un pueblo polaco que los nazis limpiaron de judíos. Allí, frente a la iglesia, un domingo al salir de misa, provoca la violenta incomodidad de los vecinos al obligarles a recordar cuando les pregunta qué pasó con todos aquellos vecinos, qué fue de sus casas y propiedades.
Una de las razones de la autenticidad de Shoah es el estilo, la manera en la que está hecha. Lanzmann rechaza músicas de ambiente e imágenes de archivo. Todo son entrevistas y filmaciones en los lugares en que ocurrió el exterminio. No hay análisis ni conclusiones consoladoras; sólo la narración de los devastadores hechos. Las imágenes, como las propias entrevistas de Lanzmann, no tienen adornos. Se le ve preguntar desde cualquier lugar, de cualquier manera. Fumando, sentado, de pie. Lanzmann no es en ningún momento un periodista. Es un ser humano que quiere saber, llegar a la verdad por desagradable e indigerible que sea. Sus entrevistas no tienen patrón, ni intentan amoldar la realidad a ningún formato (cosa que tampoco hace la edición). La única consolación que ofrece la película es la limpieza en la exposición, la honradez implacable con que se exhiben los hechos.
Esta libertad de obrar de Lanzmann le permite llegar a testimonios que jamás habría obtenido de haberse limitado a emplear métodos más convencionales. Testimonios como los de los verdugos nazis a los que, poniendo en riesgo su integridad física, grabó con cámara oculta, o como el del superviviente Abraham Bomba, al que puso a cortar el pelo en su peluquería de Tel Aviv para que la mecánica del trabajo deshiciera el nudo que le impedía recordar su labor como peluquero de sus hermanos judíos en las cámaras de gas en las que morían.
Entre los documentales de Claude Lanzmann destaca también Pourquoi Isräel. A la manera que lo hace en Shoah, exclusivamente con sus entrevistas y las imágenes actuales de los sitios relevantes y sin arreglos técnicos que intenten realzar lo filmado, el director asalta sus temas con la pasión desbordada con que lo hizo todo. En Pourquoi Isräel, y desmarcándose de la hostilidad hacia el Estado judío de la izquierda intelectual a la que pertenecía, visitó el joven país y retrató su sociedad con sus encuentros filmados (más que entrevistas, una vez más) con intelectuales de origen alemán, judíos religiosos, obreros, policías o presos, a los que preguntaba por su relación con Israel y su vida allí. Pese al paso del tiempo (se estrenó tres días antes de la guerra del Yom Kipur), Pourquoi Isräel sigue siendo un documento excelente para conocer la fascinante complejidad de una de las sociedades más diversas y enérgicas que existen.
Otra de sus obras cinematográficas es El último de los injustos, una larga conversación que mantuvo en 1975 con el que fuera jefe del Consejo Judío del gueto de Theresienstadt, Benjamin Murmelstein. En su cargo como autoridad oficial de la comunidad en el gueto, Murmelstein tuvo un papel clave en la organización de este enclave de apariencia modélica con el que la propaganda nazi quiso justificar ante el mundo las deportaciones masivas de judíos. Pese a que –mediante a sus duras negociaciones con Eichmann– consiguió la salida del campo de más de 120.000 judíos, Murmelstein cayó en desgracia después de la guerra al ser acusado de colaboracionista y cómplice del Holocausto. En la cinta, el que fuera también rabino de Viena regresa de la mano de Lanzmann a esos momentos de extremo dolor e irresolubles dilemas morales. Con las cúpulas y tejados de Roma –donde murió el rabino– de fondo, y ante las preguntas insistentes y afiladas de Lanzmann, Murmelstein se descubre como un hombre valiente, de gran inteligencia y cultura vastísima, que no rehuye en ningún momento las contradicciones a las que tuvo que enfrentarse y explica con claridad admirable las decisiones que tomó en su momento. La Historia puso a Murmelstein en un callejón sin salida que él intentó transitar como mejor pudo, y cuando todo pasó le condenó a correr la suerte de los traidores, que siempre merecen el peor de los repudios. El último de los injustos es de alguna forma una rehabilitación de Murmelstein. Tras escuchársele no se le puede desechar como a un oportunista ni como a un cobarde. A pesar de su trágico destino, Murmelstein era cuando le fue a ver Lanzmann un magnífico conversador de verbo claro e imágenes precisas, que no había perdido la lucidez ni un sentido del humor seco y sarcástico que adereza todo el documental sin quitarle gravedad a los asuntos.
De la manera en que vivió Lanzmann siempre me han llamado la atención dos cosas. Una la leí en su autobiografía, y es que, para la vida social, abogara por las reuniones de dos frente a los encuentros en grupos de tres o más personas. Estar cara a cara con una sola persona, argumentaba, permitía disfrutar en toda su riqueza y profundidad de la conversación, explotar a fondo la afinidad entre dos y no tener que aguar el contenido de lo dicho para situarlo en un punto medio, aceptable para las tres o más personas presentes que seguramente no entusiasmará a ninguna.
La otra está contenida en el prefacio que el propio Lanzmann escribió para La tumba del sublime nadador, una recopilación de sus textos periodísticos. Dice así:
Me he zambullido, ciertamente, a lo largo de toda mi vida, y no sólo en el mar. Las decisiones cruciales que me obligué a llevar a cabo las experimenté como inmersiones, saltos de cabeza en el vacío, todas las amarras largadas, compelido a vencer, o al menos a asumir, en caso contrario, las consecuencias que entrañara el fracaso. Tras la aparición de La liebre de la Patagonia [sus memorias] y la fanfarronada de mis cien vidas, cuántos desconocidos me han escrito o abordado diciéndome: "¡Oh, señor, qué suerte ha tenido usted, yo nunca podré tener una vida como la suya!". Yo les daba las gracias, pero no tenía ninguna receta que sugerirles, y además es que estaba convencido de que tenían razón: el lavado de cerebro generalizado y la domesticación meticulosa que son la norma, a día de hoy, de toda existencia, hacen que sean muy raros los candidatos a zambullirse. Hay que doblegarse, adaptarse a los moldes, llevar el paso, el mismo paso, cruel exigencia que conduce al suicidio a los que ansían la libertad por haberla soñado, presentido, sin haberla vivido nunca. No voy a poner aquí la lista de zambullidas que jalonan mi accidentada vida, cuya regla, tanto como el instinto, ha sido no rechazar nunca las propuestas y situaciones de riesgo, buscarlas en todo caso, y sentirme fatal y muy apesadumbrado si privilegiaba la prudencia, la seguridad, el calor del hogar.
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