Marian Turski, superviviente del Holocausto, habla en el Centro de Exposiciones Arte Canal
La exposición itinerante Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos, ha ofrecido una visita con una de las personas que sobrevivieron dentro del campo
"Por detalles como este, me gusta mucho esta exposición". Marian Turski camina más rápido de lo que podría intuirse en un principio, cuando se le ve encorvado, apoyado en dos bastones que maneja del mismo modo que los montañistas en la nieve. Sus gestos enérgicos vienen a desmentir la fragilidad que emana de su cuerpo delgado. Viéndole saltar de una sala a otra de Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos, la exposición itinerante que sigue todavía en Madrid, en el Centro de Exposiciones Arte Canal, guiar a la prensa durante más de una hora, y rechazar la silla que le ofrecen al finalizar la visita, para que pueda descansar mientras responde a las preguntas, salta a la vista la fortaleza de un anciano que tuvo que curtirse en el peor sitio imaginable. Se trata de un superviviente del Holocausto, vicepresidente del Comité Internacional de Auschwitz y de la Asociación Histórica Judía de Polonia, y antes de comenzar a charlar con la gente reconoce que conserva su tatuaje en el antebrazo, "la mejor condecoración" de su vida, a diferencia de muchos de los judíos que compartieron desgracias con él, "que prefirieron quitárselo".
Ha acudido a Madrid para atender a la prensa en la exposición porque, según sus palabras, siente una "obligación por hablar con los periodistas interesados". "Yo también lo soy", añade, "y les entiendo bien". Baja, ligero, los escalones y se adentra en el primer cubículo, seguido de su intérprete, que traduce maravillosamente cada palabra que se atreve a soltar en un polaco suave, pero firme. Se detiene frente a la primera urna transparente de la muestra y espera a que toda la concurrencia le haya terminado de alcanzar. "Por detalles como este, me gusta mucho esta exposición", exclama. Sus palabras no son cualquier cosa. Fue uno de los responsables que organizaron el Museo Judío de Varsovia, galardonado en varias ocasiones como uno de los mejores del mundo. La urna contiene un único zapato viejo. "No sé si alguno ha visitado Auschwitz. Allí, muestran montañas de objetos que pertenecieron a los presos: sartenes, zapatos, relojes, incluso pelo… Se presenta la idea de las masas de gente maltratada. Pero a mí eso no me gusta. Me gusta más este zapato solitario, porque cada zapato representa a un hombre o a una mujer, a una vida".
Habla pausadamente, sosteniendo la mirada a la multitud, y cuando acaba espera pacientemente a que le traduzcan. Cuando no tiene nada que decir, cede el protagonismo a la exposición, que es el mejor testimonio de lo que pasó. Se aparta de los focos, huye de las cámaras hasta que se le reclama. Entonces se coloca donde le piden y responde a las preguntas de los curiosos. De esa manera, accede a ilustrar algunos de los acontecimientos de su vida. "Yo nací en una familia judía. Mi padre era una persona culta. Con él hablaba en hebreo, mientras que con mi madre en polaco", explica. "Después, aterricé en el gueto de Lodz, en 1942. Allí me involucré con una organización de izquierdas, ‘La izquierda sindical’, y en 1944 fui deportado a Auschwitz". "Con una fortuna enorme, superé la selección, y gracias a eso sigo vivo todavía hoy". Durante los años en los que Auschwitz estuvo a pleno rendimiento, el porcentaje de gente que superaba la selección nada más llegar osciló entre el 0 y el 25 por ciento, y de media era del 7 por ciento. "Todo dependía de las plazas que hubiese disponibles en el momento en el que llegaban los vagones. Si llegabas un día en el que estaban todos los barracones ocupados, estabas muerto", dice.
La vida dentro de Auschwitz
Su mente parece retener algunas de las experiencias que tuvo que sufrir en el campo de concentración. Cuando le piden que se coloque de espaldas a la alambrada que forma parte de la muestra, por ejemplo, lo hace con recelo y explica: "No quiero acercarme demasiado. Todavía conservo la idea de que si lo hago puedo acabar muerto, por el alto voltaje de los alambres". Una vez situado, responde. "Estas vallas rodeaban todo el campo, evidentemente. Pero también había dentro, custodiando algunos lugares sensibles, como los hornos crematorios", dice. "¿Y qué simbolizaban para vosotros?", le preguntan. "El suicidio", contesta. "Cuando alguien no podía más, sabía que lo único que tenía que hacer era lanzarse contra las alambradas. Así terminaba todo".
Más adelante, en otra de las salas, se vuelve a detener delante de una fotografía, pero se lamenta en alto y comienza a hablar con la intérprete. "Se queja porque justo en esta imagen —muestra la famosa entrada al campo: "El trabajo os hará libres"— la ‘B’ está tapada", explica ella. "Esa ‘B’ estaba mal hecha", dice él, "allí se comentaba que el cartel lo había fabricado un herrero judío que también había sido prisionero, y que había decidido invertir la forma de la letra, haciendo más abultada la ‘D’ de arriba que la de abajo. Lo hizo en un acto de rebeldía. Venía a querer decirnos a todos que si puedes hacer algo, por poco que sea, para oponerte a tu opresor, debes hacerlo. Ese gesto tan nimio nos daba fuerzas todos los días, cada mañana, cuando pasábamos por debajo de esas letras yendo a trabajar, y cada tarde, cuando regresábamos".
Turski no rehuye ninguna explicación. Se detiene en sitios que le evocan recuerdos y espera a que todo el mundo le pueda escuchar. Quiere dar testimonio. Hacer que la gente entienda realmente lo que sucedió. De esa manera ilustra el dilema de escoger litera en el barracón, por ejemplo. "La gente solía preferir dormir arriba, porque estábamos tan débiles que nos costaba controlar nuestras necesidades. Si dormías abajo podías acabar mojado… Pero por otro lado, dormir arriba implicaba el sobreesfuerzo de subir y bajar, y si tocaba, como pasaba a menudo, una formación sorpresa, podías acabar llegando tarde y corriendo el riesgo de recibir una paliza". También explica el sistema de monedas que existía entre los presos. "Los que estaban mejor colocados podían tener acceso a vodka, que estaba muy valorado, pero que era muy escaso. Luego estarían los cigarrillos, también escasos. Y por último estaría aquello que teníamos todos, el pan". Esa era la moneda más frecuente porque cada día, cada preso recibía como alimento entre 300 y 350 gramos de pan. También tomaban un plato de cereales tostados y otro de sopa. "Teníamos algunos atributos. Nos daban a todos un plato de metal, que era indispensable para sobrevivir; y algunos además tenían una pequeña manta que, cuando llegaban las temperaturas de 20 bajo cero, eran de mucha utilidad".
Ahora se encuentra completamente rodeado de gente ajena, ancianos y colegiales que habían acudido por su cuenta y que, al verle, se han ido incorporando a la silenciosa muchedumbre, como atentos peregrinos alrededor de un predicador, escuchando callados lo que les tiene que decir. Preguntado nuevamente, no tarda en responder. "Cada mañana, cuando tocaba la hora de partir, lo que deseábamos todos era quedarnos tumbados el mayor tiempo posible. Pero entonces nos animábamos unos a otros. Nos mirábamos y nos decíamos: ‘Levanta. Sal. Lávate’. No teníamos jabón pero sí agua, y lo hacíamos, y eso nos ayudaba a seguir queriendo vivir. Por las tardes, cuando regresábamos, también sentíamos la necesidad de tumbarnos otra vez, pero entonces nos reuníamos y nos decíamos, por ejemplo: ‘Hoy toca aprender francés’. Era una tontería, porque el que enseñaba a lo mejor solo conocía 50 palabras en ese idioma, pero lo hacíamos igualmente porque todo se trataba de mantenernos activos. Era básico para mantener nuestra dignidad humana".
El riesgo de la amnesia
La visita ha llegado a su fin y Turski sigue en pie. Ha cedido los bastones a su acompañante y se sostiene apoyado en el respaldo de la silla que le habían acercado para que se sentase. Es el turno de las últimas preguntas, y él es consciente de que a veces, por respeto o por pudor, pueden quedarse algunas dudas en el tintero. "No hay preguntas indiscretas", dice, "solo respuestas indiscretas". Abre así la veda que comienza con un temor. "¿Corren el riesgo las generaciones venideras de olvidar lo que sucedió?". "Si somos capaces de demostrar esos factores que provocaron lo que pasó", comienza él, "entenderemos que Auschwitz no nos cayó del cielo; que fue la coronación de un proceso que buscaba alienar a la sociedad. Antes de que se llegase al exterminio, se les fueron restando paulatinamente derechos a los judíos. No podíamos sentarnos en algunos bancos del parque, por ejemplo, y decíamos: ‘Bueno, da igual. Nos sentamos en esos otros y ya está’. Eso es lo que no podemos permitir que vuelva a ocurrir", exclama. Recuerda a lo que dijo hace unos minutos, en una de las salas, parado frente a un juego de mesa alemán. "Cómo la gente normal, no los altos cargos nazis, que lo hacían por una ideología, sino la gente normal… ¿Cómo pudo hacer lo que hizo?", preguntó. Y respondió él mismo señalando al damero: "Pues porque estaban completamente educados en el odio. En este juego gana el niño que captura a más judíos y los hecha del tablero. Evidentemente todavía no hablaban de exterminio. Hablaban simplemente de echarnos de allí. Se oponían a nosotros. ‘Nosotros vivimos aquí, vosotros os tenéis que ir’. Así empezó todo".
Llegados a ese punto, la pregunta parecía obligada. "¿Qué opina de la situación actual entre Israel y Palestina?". Se queda callado unos segundos, antes de contestar. "Hay que entender la historia, cuando se tratan temas tan controvertidos. En qué momentos y bajo qué circunstancias se llegaron a ciertos acuerdos… Yo considero que Israel es mi segundo hogar, y mi mayor deseo es que los israelíes y los palestinos puedan llegar a aparcar sus diferencias, del mismo modo que lo hicieron los alemanes y los franceses con Alsacia y Lorena. Es un problema territorial, y para que se solucione es necesario que ambas partes estén dispuestas a ceder… Dos pueblos con un pasado tan trágico están obligados a entenderse", sentencia. Preguntado acerca de las personas que niegan el Holocausto, intenta contextualizar: "Hace años, al principio, la gente no se lo podía creer. Decían que las cifras parecían exageradas, que si se hablase de la muerte de 7.000 judíos, vale, pero 700.000 no podía ser cierto. Ahora hay documentación y las cosas han sido contadas de miles de formas… Creo sinceramente que los negacionistas actuales, al menos la mayoría de ellos, tienen mala fe. Son conscientes de todo pero deciden no creérselo".
Para acabar, atiende a la última observación. "Parece que usted logró sobrevivir a Auschwitz gracias a la solidaridad entre compañeros…". Sonríe, antes de terminar: "Sí, por fortuna. Yo pude sobrevivir gracias a eso". Se pone algo más serio, sin embargo, y añade: "Aunque conozco a mucha gente que no se esconde, y que asegura que si logró sobrevivir fue, precisamente, porque pasó por encima de muchísimos cadáveres… Yo no les juzgo… ¿Quién puede juzgar a alguien obligado a sobrevivir en el infierno?".
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