Durante mucho tiempo, la Revolución Rusa, en España, fue recordada e interpretada mediante los libros de E. H. Carr e Isaac Deutscher. (Quedan descartados los muchos libros de testimonios y análisis antisoviéticos que la mentalidad antifranquista juzgó inapropiados). Son obras estimables, de gran influencia y bien escritas, pero también muy respetuosas, incluso idealizadoras con respecto a los mitos que se complacen en reproducir. Así que la Revolución Rusa siguió gozando de un alto grado de simpatía en nuestro país, como si hubiera sido un acontecimiento no ya importante, que eso nadie lo duda, sino también atractivo y fecundo en la historia de la humanidad.
Esta mistificación empezó a verse con los estudios de un grupo de historiadores, especialistas en Rusia y muy especialmente en el régimen soviético. Ahí están, entre otros muchos, Martin Malia, Robert Service y Orlando Figes. A la cabeza de todos se situó Richard Pipes, judío norteamericano de origen polaco, que abandonó Europa con su familia en tiempos de Hitler y fue profesor en Harvard durante casi cuarenta años.
La novedad de Pipes consistió en una revisión a fondo de la documentación asequible, ampliada considerablemente después del colapso del comunismo, y en un cambio de enfoque drástico en la valoración. Nunca disimuló la profunda antipatía que sentía por los hechos a cuya reconstrucción y esclarecimiento se dedicó desde muy joven, poco después de haber aprendido ruso durante su servicio militar en Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial.
Para Richard Pipes, no había nada que salvar ni que rescatar en eso que llamamos, por convención, la Revolución Rusa de 1917. Ni la menor épica, ni la menor ilusión ni el menor arrebato utópico. Aquello había sido una catástrofe cuyo único legado era un imperio basado en la violencia, la mentira y la corrupción. La Revolución Rusa (1990, publicada en castellano en 2016) recuerda, como se ha dicho, El pasado de una ilusión, de François Furet. En ambas, el comunismo queda pulverizado como idea política.
Como el propio Furet, aunque más apasionado, Pipes es algo más que un historiador. Lo es, claro está, y de los grandes por la minuciosidad, la erudición y la amplitud de su enfoque, pero su trabajo contribuyó también decisivamente a cambiar la forma en que se percibía la realidad comunista. Hostil a cualquier idea de relajación, inspiró primero al senador Henry Scoop Jackson (un demócrata norteamericano de los que no quedan ya hoy en día) a elaborar una estrategia antisoviética. Y lo mismo hizo en la Administración Reagan, en la que participó activamente durante dos años, en un intento de contrarrestar la doctrina del Departamento de Estado. Aunque no siempre acertado en el diagnóstico coyuntural, sí que había comprendido la debilidad estructural de la Unión Soviética. Fue de los pocos en argumentar que aquella aberración no tenía por qué ser eterna. Y tenía razón.
La Revolución Rusa había venido precedida de estudios sobre la sociedad y la Rusia zaristas. Fueron fundamentales para elaborar su visión de la Revolución, en la que entran en juego tres elementos básicos. Por un lado, el subdesarrollo de la Rusia profunda o campesina, un mundo atrasado y en muchos lugares todavía feudal. Por otro, el aparato autoritario de la Administración zarista, que bloquea hasta muy tarde la aparición de una sociedad civil capaz de elaborar respuestas y alternativas autónomas. Y, finalmente, ese fenómeno único que es la intelligentsia rusa, que llenará el vacío existente en una sociedad incapaz de poner en marcha procesos de modernización consistentes.
El resultado es la quiebra del régimen zarista en 1905, que abre una crisis que culmina con la revolución rusa de febrero de 1917, seguida del golpe de Estado de octubre. Para Pipes, lo que llamamos "revolución rusa", la de octubre, no constituye de por sí una revolución, por mucho que sus consecuencias sí fueran revolucionarias. Es un golpe de Estado perpetrado por una minoría que había heredado el radicalismo y el nihilismo de la intelligentsia del siglo anterior, tan bien retratada por Turguéniev y Dostoievski.
No todo el mundo, dentro del campo antisoviético, estuvo de acuerdo con esta interpretación. Solzhenitsyn discutió la responsabilidad que Pipes hacía pesar sobre la Administración imperial y la sociedad rusa (y Pipes, que a pesar de su larga dedicación académica no tenía por costumbre morderse la lengua, respondió acusándolo de antisemita). Malia le reprochó el establecer una cierta continuidad entre el Estado zarista y el soviético, lo que dejaba un poco de lado el papel de figuras como Lenin. Más tarde Pipes le dedicó a este un estudio, también discutido, que vino a subsanar un vacío muy relativo, en cualquier caso, porque Pipes concedió siempre el protagonismo histórico a las ideas y a la acción personal. Sin Lenin, efectivamente, no habría habido golpe de Estado en el 17.
Esta atención a las ideas se refleja en otros trabajos. Ahí está su Historia del comunismo, que va de las primeras ensoñaciones teóricas a los experimentos comunistas de la segunda mitad del siglo XX en los países subdesarrollados. El ensayo Propiedad y libertad relata cómo los dos conceptos han ido siempre unidos en la historia de la humanidad. No es un trabajo teórico ni filosófico. Es el ensayo de un historiador, pero eso mismo, que le lleva a afirmaciones discutibles, le otorga también su amenidad, compartida con casi toda su obra.
Excelente divulgador, Pipes publicó un resumen de su obra magna y una suerte de síntesis pedagógica, sumamente esclarecedora, por desgracia no traducidos en castellano.