En tres ocasiones (que me conste) estuvo Oriana Fallaci en Cuba, en 1979, en 1980 y en 1983, su objetivo era entrevistar a Fidel Castro, tal como había entrevistado a otros líderes mundiales, entrevistas que no fueron precisamente regalos de periodista-escritora a líder. Oriana Fallaci era mucha mujer para arrodillarse ante nadie, su historia personal y su carrera periodística así lo prueban.
En las tres visitas que hizo nos encontramos, por azar oblicuo –que diría Lezama–; el primer encuentro fue en La Bodeguita del Medio, cuando todavía los bienvenidos eran los extranjeros y los menospreciados los cubanos. Nos sentamos frente a frente, en una mesa para cuatro personas. Ella me miró a los ojos, con aquellas pupilas gatunas fijas, y me preguntó cuál era la aspiración de los jóvenes en Cuba. Así fue, no se anduvo por los aleros, preguntó a rajatabla:
–¿A qué aspiran los jóvenes cubanos de hoy?
–No lo sé. Yo aspiro a escribir –respondí con idéntica velocidad.
Ella sonrió, había entendido mi manera de rehuir la respuesta que ella necesitaba, al fin y al cabo yo no la conocía y ella iba entrevistar nada más y nada menos que a la Maraca del Caribe.
–¿Y sobre qué escribes, sobre lo que ves y lo que vives? –inquirió, siempre interesada más en mí que en los otros.
–Escribo sobre lo que imagino, y también sobre lo que olvidamos. Un día escribiré sobre lo que ahora veo y vivo.
Fumaba sin cesar:
–Debieras empezar a escribir ahora sobre lo que ves y vives, para que no tengas que escribir después sobre el olvido de lo que habrás olvidado después, que sería lo que te sucede ahora mismo –era una forma elegante de tenderme una deliciosa trampa.
Sonreí:
–Tengo muy buena memoria. Cuando dije que escribía sobre el olvido, me refería al olvido de los otros.
Entonces fue ella la que sonrió ampliamente, con una sonrisa sincera y hermosa.
Fumaba y fumaba, mientras nos contaba su vida, de su gran amor griego, de aquel niño que no nació porque nunca existió. Antes de irse, la segunda vez, me atreví a decirle que me habría gustado leer sus libros, y dejó dos, a una persona cercana cuyo egoísmo ya empezaba a distinguirse. La leí muchos años más tarde, sin embargo.
Recuerdo un largo paseo por las playas del Este, en un auto amarillo alquilado con la única intención de admirar las playas desde las cortinas de pinos, su fina y delicada piel no le permitía achicharrarse con aquel solazo. Sólo mencionaba dictadores y dictaduras, y nos reímos tanto, a pesar del encogimiento de tripas que yo llevaba, por miedo a que me estuviese poniendo a prueba –que nunca se sabe.
¿Qué recuerdo de Oriana Fallaci, aparte de sus libros, que me acompañan siempre? Su valentía, el coraje de su discurso inmediato, el verbo firme y certero. La mirada inteligente, el gesto de enarcar la ceja mientras aspiraba el humo hasta el fondo.
–Le dices a Fidel que me da la entrevista hoy o me largo y no vuelvo nunca más –amenazó al funcionario de turno.
Y también sus generosas palabras de aliento después de leer algunos de mis primeros cuentos:
–No lo dejes nunca, escribir es lo único que tú y yo poseemos.
Alguna foto existe de aquellos encuentros, pero quedó engavetada en los siniestros documentos de un primer divorcio. Tal vez algún día consiga recuperarla.