Cuando, con el anuncio esperado, se prenden los focos y entona la fanfarria, entre el ruido del festejo se hace imposible escuchar. Es necesario el silencio entonces, en esos momentos de eterna injusticia, para captar ligeramente el susurro de los olvidados. A nadie se le escapa que Borges nunca recibió un Nobel. Tampoco Tolstoi, o Proust. O Nabokov, o Ibsen. Valery, Zola, Galdós, Vallejo, Kafka… La lista es larga, porque muchos son los damnificados. Pero a veces, sin previo aviso, la fiesta se para y deja paso a la calma. Un desierto se abre entre premiados. Un año queda en blanco. Es el momento de recordar.
En 1901 el francés Sully Prudhomme tuvo el honor de ser el primer escritor reconocido con un premio que, a la larga, habría de convertirse en el más prestigioso y deseado por aquellos que decidieron consagrar su vida a la escritura. Han pasado más de cien años desde entonces, y muchas historias se han construido a su alrededor.
Dicen que Camilo José Cela, en la cena posterior a la entrega de aquel año de 1989, cuando la reina de Suecia acudió a preguntarle cómo se encontraba respondió: "Jodido pero bien". Una frase muy suya, aunque chocante, teniendo en cuenta lo mucho que había ansiado ese reconocimiento y lo atento que había estado cada año al pronunciamiento de la Academia. Otra leyenda relata que él mismo, oliendo, o queriendo olerse, la buena noticia, convocó a distintas agencias para que estuviesen presentes cuando descolgase la llamada que llevaba esperando más tiempo del que se dignaba a reconocer. La escena, finalmente, fue narrada por los medios españoles como un momento de "emoción controlada".
Y es que por muy desprestigiado que esté el galardón, es indudable que sigue marcado en la agenda de muchos, si no todos, los eternos candidatos a llevárselo. José Saramago y Jorge Amado, amigos en la vejez, se escribían cartas en las que descargaban sus anhelos: "No hay duda de que ese premio es una invención diabólica", le escribió el portugués al brasileño pocos años antes de recibirlo. Borges, por su lado, tiñó de ironía su caso particular cuando dijo: "Es una antigua tradición escandinava: me nominan al premio y se lo dan a otro. Ya todo eso es una especie de rito". A Galdós fueron los propios españoles quienes le arrebataron la posibilidad de conseguirlo, cuando varios sectores críticos decidieron boicotear su candidatura. Y así cada autor destacado de cada parte del globo atesora su propia historia de amor y de odio hacia un premio que nació con ánimo de reconocer la obra de escritores universales, pero que acabó convirtiéndose en un estuche vacío. Ensalzando a unos pocos había dejado huérfanos a la mayoría.
Los años vacíos
El reciente anuncio de la Academia Sueca, sumergida en una crisis institucional debido a los escándalos sexuales protagonizados por el marido de una de los componentes del jurado, no es algo nuevo, pese a todo. Es bien conocido que siete de los 117 años de historia del Nobel estuvieron vacíos. Si bien las causas fueron, evidentemente, de una índole completamente distinta.
Las dos grandes guerras del siglo XX impidieron que se otorgase el premio en seis ocasiones. Tagore pudo ser el último Nobel, en 1913, si el conflicto europeo se hubiese desarrollado de otra manera. En 1914 y en 1918 nadie recibió el galardón; entre medias, sin embargo, fueron reconocidos el francés Roman Rolland, el sueco Verner von Heidenstam y los daneses Karl Adolph Gjellerup y Henrik Pontoppidan, que compartieron el laurel. La situación fue mucho más drástica durante la Segunda Guerra Mundial, cuando entre 1940 y 1943 el Nobel se quedó desierto. Quitando esos casos, la única vez que el jurado decidió no reconocer la obra de ningún escritor fue en 1935.
Aquel año las explicaciones que se dieron fueron bastante pobres. Escuetamente, se consideró que ninguno de los nominados había escrito una obra merecedora de la distinción. Sin embargo tiempo después, cuando se publicó la lista de nombres, llamó la atención la presencia de algunos como Chesterton, Paul Valery o Miguel de Unamuno que, sin duda, habían hecho méritos suficientes como para engrosar la lista prestigiosa.
A esos años vacíos, además, habría que añadirles dos. En 1958 la Unión Soviética obligó a Boris Pasternak a rechazar el premio, ya que en esos momentos existía una gran controversia debido a que se había prohibido la publicación de su novela Doctor Zhivago en territorio ruso. A él se le sumaría, solo seis años después, Sartre, que rechazó el galardón debido a que chocaba con su manera de entender el oficio de escritor.