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Madrid, 2 de mayo: el día que se gestó la caída de Napoleón

Sigue a través de nuestro mapa interactivo cómo se desarrollaron los levantamientos contra las tropas napoleónicas en la capital.

El ocaso de Napoleón comenzó en Madrid. Allí, el día 2 de mayo de 1808, se prendió la mecha que se extendería por el resto del país. Durante la Guerra de Independencia española el Imperio francés encontró un escollo en el camino que lastró una expansión que, salvo en el caso de Gran Bretaña, no se había topado con ningún oponente que le hiciese frente. Aquí, sin ir más lejos, las tropas napoleónicas sufrieron la primera derrota en campo abierto de su historia, en la batalla de Bailén, el mismo año de 1808. Las enormes bajas que sufrieron, además, durante todo el conflicto, les impidieron dedicar más recursos en su ofensiva en Rusia (su otro gran verdugo). Para más inri, en palabras del propio "Pequeño Cabo", en la península los ingleses aprendieron a combatirle, fue su campo de entrenamiento ideal, y eso provocaría, a la larga, su derrota más cruel en la batalla de las Naciones, en 1813, y su desenlace final en Waterloo, en 1815.

Pero fue en Madrid donde germinó la resistencia; una respuesta popular que el genial estratega no había previsto. Todo empezó tres años antes, en 1805, en el momento en el que la armada franco-española fue destrozada por los británicos en Trafalgar. Hasta entonces las aspiraciones del autoproclamado emperador francés no pasaban por la península. Su lucha europea se había centrado, sobre todo, contra las diferentes coaliciones de países (se sucedieron hasta siete distintas) que tenían en Reino Unido, Austria y Rusia a sus principales oponentes. Después de la conquista fallida de las islas británicas, sin embargo, a Napoleón dejó de interesarle contar con la debilitada España como una aliada inútil, y prefirió convertirla en un estado satélite, convencido de que el cambio de dinastía (borbones por bonapartes) agradaría al pueblo vecino. No pudo equivocarse más.

La situación de España en esos momentos era muy pobre. Su flota, castigada contínuamente por la británica, no podía seguir el ritmo de los siglos anteriores, y había dejado de hacer llegar a la península tanto oro americano como antaño. Carlos IV, el rey, no era más que un pelele sin voluntad que había cedido casi todo el poder a su primer ministro, Manuel Godoy (de quien se sospechaba que mantenía un romance con la reina); el príncipe heredero, Fernando, mostraba síntomas de impaciencia por gobernar, y una cantidad razonable de cortesanos y nobles se aglomeraban a su alrededor, partidarios de la abdicación inminente. El pueblo, en general, se encontraba dividido entre los partidarios de Carlos y los partidarios de Fernando, y fuera de ese conflicto casero, media Europa se encontraba sumergida en las guerras napoleónicas, que marcaban el porvenir del continente.

El tratado de Fontainebleau o la perfecta estrategia

Convencido de que por mar era imposible vencer a la armada británica, Napoleón optó por una estrategia a largo plazo. En varias contiendas relámpago derrotó a sus principales opositores europeos e instauró el bloqueo comercial a su principal enemigo. Pero su plan fallaba debido a Portugal, que se negó a cumplir sus exigencias.

Aquello, sin embargo, le dio la excusa perfecta para meterle mano al vecino español. Con la firma del tratado de Fontainebleau, en 1807, España permitió la entrada de tropas francesas en su territorio, ya que, sobre el papel, aquella era la vía más rápida para llegar a la frontera portuguesa. Pronto los acontecimientos demostraron que las intenciones del emperador eran otras, sin embargo. De manera repentina, los soldados napoleónicos fueron tomando paulatinamente todas las ciudades importantes de la península, excediéndose con la población e instaurando un estado de alarma general que solo pudo desembocar en la guerra.

Motín de Aranjuez

Ante la tensión que se respiraba en las calles, el primer ministro Godoy decidió trasladar al rey a Aranjuez, a las afueras de la capital, con la intención de preparar una hipotética huida a Sevilla, y después a América, en el caso de que las cosas terminasen por estallar. A mediados del mes de marzo un grupo de fernandinos (partidarios de la abdicación), iniciaron unas revueltas que concluyeron con el saqueo del palacio de Godoy. Su intención era destituir al primer ministro y provocar la coronación de Fernando VII, lo que en un principio consiguieron, pero facilitando al mismo tiempo, sin saberlo, las que luego serían conocidas como las abdicaciones de Bayona.

Mayo, el mes clave

Las cosas no variaron demasiado hasta los primeros días de mayo. Con los levantamientos del 2 y los fusilamientos del 3, quedó patente el rechazo de los españoles a los invasores franceses. La mecha de la guerra acabó prendiendo en el resto del país, donde se sucedieron numerosas revueltas y comenzaron a producirse las famosas guerras de guerrillas.

El espaldarazo último sucedió el día 5, cuando Napoleón invitó a Bayona a Carlos IV y a Fernando VII para solucionar el problema del trono. En una artimaña inesperada, obligó a ambos a renunciar a la corona y a cedérsela a él. Él, a su vez, abdicó en su hermano José, consumando el plan que le había llevado a España y que tenía como último objetivo cambiar la dinastía borbónica por la suya propia.

Su falta de visión, sin embargo, le impidió intuir lo que se le venía encima, pues en la Guerra de Independencia que acababa de provocar perdería tiempo, recursos y soldados que, sumados a su desastre en Rusia, precipitarían en los años posteriores su debilitamiento y su derrota definitiva; aquella por la cual tuvo que verse recluido en la isla de Santa Elena, como un perro enjaulado, durante los últimos años de su vida.

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