Dicen que uno de los libros de cabecera de Lenin eran los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. Hay quien ha subrayado que los principios de organización del partido bolchevique se parecen demasiado a las normas constitucionales de una orden cuyo superior era un general, como ejemplo evidente de centralización. Los totalitarismos se parecen, sí.
Cuenta Federico Jiménez Losantos al comienzo de su libro Memoria del comunismo cómo él mismo –y lo certifico con mi caso y otros muchos conocidos– y muchos otros jóvenes estudiantes del franquismo teníamos un desconocimiento absoluto de la historia de España e incluso de la de nuestras mudas familias, antes y después de la Guerra Civil. El impulso adolescente de rebeldía hacia lo establecido que algunos sentimos –una minoría, porque la mayoría o iba al fútbol, o a las boites, o estudiaba para obtener buenos puestos de trabajo o trabajaba ya– no estaba originado en algún conocimiento de la realidad, sino más que nada, desde luego en mi caso, en un sentimiento de deber hacia los humildes o en una insubordinación de cachorros crecidos ante los jefes de las manadas en momentos de progresiva abundancia material.
Muchos de nosotros habíamos sido fieles creyentes en una religión católica que hacía de los pobres un elemento de salvación y de la conciencia el manantial de una culpa motriz. Recuerden lo del rico, el ojo de la aguja y el camello, tesis tan diferente a la calvinista, según la cual un rico es un agraciado por una predestinación positiva. Dice Federico, en resumen, que murió su padre, perdió la fe y pasó de una iglesia a otra, en su caso a la del Partido Comunista. Otros pasamos a otras. Pero ¿por qué nos era tan necesario pasar de un dogma a otro o, si se quiere, de una secta a otra?
Uno nace de quien nace, donde nace y en el tiempo que nace. Ni lo puede conocer todo del mundo en que vive, ni puede eludir la condición genética y social de sus orígenes, ni puede leer, hacerlo y valorar todo. Uno es, como mucho, un confuso punto de vista, poco razonado e informado de la mayoría de los temas. Esto es, debemos reconocer humildemente que saber, saber, sabemos bien poco de casi todo. Pero, sorprendentemente, en un momento surge alguien que parece saberlo todo, explicarlo todo y desear el bien total de todos. Es el líder totalitario.
El misterio reside, creo, en la vanidad de unos ignorantes –los jóvenes suelen ser las víctimas más propicias– que quieren ser apreciados, queridos y acogidos por esa autoridad total que aparenta o cree ser omnisciente. Sin saber nada de historia de España ni de historia universal, ni de ciencia ni de filosofía, por poner un ejemplo, se pasaba a ensalzar la dialéctica, a explicar la historia en fases sucesivas, a pontificar sobre economía, a defender a la URSS o a China, a santificar la República, a maldecir a Franco y a otros, a divinizar a los obreros luchadores, no a los perros esquiroles y amarillos, y, en algún caso extremo, a justificar el tiranicidio y la violencia. ¿Y la capacidad crítica? Es lo primero que se perdía o, mejor, sólo se ejercía contra el enemigo.
Por eso todo totalitarismo, sea de izquierdas, de derechas o nacionalista, quiere imponer una educación doctrinaria que interprete la realidad por la fuerza, y por ello la primera obligación de los demócratas es defender una instrucción abundante y una enseñanza crítica y reflexiva, que permita que los jóvenes no se conviertan en autómatas totalitarios sino en personas que no sean medios para nadie sino fines en sí mismas. Esta batalla es la decisiva.