Richard Pipes es autor de más de 25 libros de historia, entre los que se cuenta el monumental La revolución rusa, publicado originalmente en 1990 y considerado uno de los análisis más rigurosos y exhaustivos jamás escritos sobre la Revolución Rusa, cuyo centenario se conmemora en 2017, razón por la cual el clásico del profesor Pipes ha sido recientemente reeditado por la editorial Debate.
Pipes nació en el seno de una familia judía en Cieszyn, Polonia, en 1923. Radicado en EEUU desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ha sido durante decenios uno de los académicos más influyentes en su país de adopción. Su alma mater, la prestigiosa Universidad de Harvard, de la que es profesor emérito, va a erigir un Archivo en su honor, que reunirá sus trabajos sobre Rusia y la Unión Soviética.
Esta entrevista tuvo lugar en su casa de verano de New Hampshire, en un día brillante y soleado. A sus 94 años, Pipes es un hombre afable, de una conversación tranquila.
–¿Fue inevitable el éxito de la Revolución de Octubre?
–Con la perspectiva del tiempo las cosas se ven de manera muy diferente, y podría verse así debido a las notables dotes de estrategia que demostró Lenin. Sin embargo, si me hubieran preguntado en la primavera de 1917 si los bolcheviques iban a tener éxito en su empresa, mi respuesta probablemente hubiera sido "no".
–¿Cuáles son los elementos que explican el éxito de Lenin?
–El elemento central de la Revolución, al margen del inmovilismo reformista del régimen, fue el cansancio de la guerra. El éxito de Lenin fue precisamente el de saber canalizar y explotar ese descontento en provecho propio. Lenin fue un excelente estratega y un político muy osado en sus tácticas. La gente estaba agotada por el esfuerzo de guerra y quería que la contienda terminase. El éxito de los bolcheviques fue saber utilizar el mensaje antibélico para que su facción ganase tracción política. El éxito de la Revolución en ningún caso se debió a la comunión de una mayoría del pueblo ruso con las ideas de Lenin y los suyos, que nunca fueron aceptadas de forma mayoritaria. Lenin demostró ser muy eficiente a la hora de ocultar sus verdaderos objetivos, que no eran otros que los de establecer una durísima dictadura.
–Durante muchos años se asociaron los pecados de la Revolución únicamente a Stalin, que habría traicionado los ideales de Lenin.
–Eso no es cierto. Stalin era discípulo de Lenin, aunque sus personalidades eran totalmente diferentes. La idea de Stalin de convertirse en un férreo dictador, de usar masivamente los mecanismos del terror, está también en Lenin. Stalin da amplitud durante sus años de dominio a lo que Lenin había introducido ya en los primeros compases de la Revolución. Con Lenin hablamos de miles de víctimas, con Stalin tenemos que hablar de millones. Lenin era indiferente a la vida humana: si tenía que deshacerse de alguien, lo hacía sin problemas. Stalin tenía instintos sádicos: disfrutó decretando el exterminio de millones de personas.
–El comunismo ha sido tan destructivo y aterrador como el nazismo y el fascismo. ¿Cómo podemos explicar que todavía hoy se vea en la Revolución Rusa un legado positivo?
–No hubo nada positivo en la Revolución Rusa. Sin embargo, la gente sigue asociando el comunismo con ciertos ideales, una circunstancia que no se da con el nazismo o el fascismo. Se trata de unos malos ideales, contrarios a la condición humana, pero hacen que todavía hoy haya personas que apoyen la causa del comunismo; esperemos que no muchas. El comunismo tiene historia pero no futuro.
–Usted ha sido testigo directo de la Historia del siglo XX. ¿Sus intensas vivencias le influyeron a la hora de convertirse en historiador?
–Yo era un judío en Polonia, donde a finales de los años 20 uno ya podía sentir la amenaza nazi. Cuando los alemanes se apoderaron de Varsovia, en septiembre de 1939, mi padre, que había sido soldado en la Primera Guerra Mundial, nos hizo salir volando. Antes de que terminara el mes de octubre ya estábamos en Italia. Estuvimos allí siete meses, y justo cuando el país estaba a punto de entrar en la guerra nos trasladamos, ya con el visado americano, a España. Estuvimos en tránsito en Barcelona, en una pensión que ya no recuerdo dónde estaba; luego en Portugal y desde allí, en barco, fuimos hacia Estados Unidos, como tantos otros. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial ya me interesaba la Historia, aunque no tanto la general como la del arte.
Uno no puede explicar la victoria final contra el nazismo sin el importante sacrificio ruso. Yo entonces tenía 16-18 años, y pude apreciar vívidamente este hecho de la importancia de Rusia en la Segunda Guerra Mundial. Entonces se sabía muy poco de la historia y las costumbres rusas, especialmente en EEUU. Así que cuando me uní al Ejército norteamericano me presenté para aprender ruso, y lo aprendí muy rápidamente porque ya sabía polaco, lengua muy próxima al ruso, como lo puedan ser el español y el italiano.
Estos aprendizajes me fueron despertando el interés por la materia, de manera que cuando llegué a la Universidad decidí seguir por ese camino y matricularme en Historia, para especializarme en historia rusa.
–Niall Ferguson afirma que la Historia puede ayudar a la política. ¿Está usted de acuerdo?
–Es cierto que muchos historiadores han servido durante algún tiempo como asesores o desarrollando algún otro papel político. Muy a menudo los políticos quieren ganar relevancia histórica, no únicamente mediática, y para ello lo más efectivo es tener algún buen historiador cerca.
–Usted sirvió en la Administración Reagan.
–Dos años magníficos, por los que siempre estuve agradecido al presidente Reagan. Fue una oportunidad maravillosa de conocer la política de primera mano. Pero he estado siempre en el campo académico, salvo esos dos años con Reagan, donde colaboraré con su equipo de asesores para asuntos soviéticos al margen del trabajo que desarrollaba la CIA. Fue una experiencia muy agradable.
–¿Cómo de importante fue la contribución de Reagan al colapso de la Unión Soviética?
–La URSS se derrumbó debido a factores internos y al fracaso total de su economía planificada. El presidente Reagan era un hombre de ideas claras. Sabía de la fragilidad de la URSS y defendía la superioridad moral de la democracia liberal frente a la dictadura del comunismo.
–Hay quien ha comparado a Donald Trump con Reagan.
–No tienen nada en común. El presidente Trump no tiene un esquema de valores e ideas claro. El presidente Reagan era un hombre razonable y pragmático, con una brújula moral fuerte y una visión clara sobre los asuntos globales y cuál debería ser el papel de Estados Unidos.
La elección de Trump fue muy decepcionante. El presidente carece de una idea clara para Estados Unidos y del papel que debería desempeñar en asuntos que nos afectan a todos. Esta falta de claridad se traducirá irremediablemente en pérdida de influencia en el orden mundial.
Además, Trump ha dado sobradas muestras de que resulta una amenaza para la Constitución. No hay presidente comparable a Trump.
–Uno de los elementos de conflicto en el orden mundial es, por supuesto, Rusia. Algunos dicen que Putin está resovietizando Rusia.
–En cierta medida podemos afirmarlo en el ámbito político, no en el económico. Putin considera el colapso de la Unión Soviética la peor tragedia del siglo XX, el siglo de dos guerras mundiales, el Holocausto, la Gran Depresión... No tiene sentido. Putin guarda algunas semejanzas con los antiguos líderes soviéticos. Quiere que Rusia sea una gran potencia, aunque sea a expensas de los derechos individuales de los rusos y del imperio de la ley en la propia Rusia. Además, se ha mostrado muy osado en su acción exterior. Su apoyo a Trump respondió sobre todo al carácter antirruso en política exterior de Hillary Clinton.
–¿Cuál es su opinión sobre Obama?
–Obama centró su presidencia en el ámbito doméstico, y en política exterior fue un presidente débil. América no ganó influencia durante su mandato.
–¿Está perdiendo Estados Unidos capacidad liderazgo?
–Estados Unidos sigue siendo la gran potencia mundial, la primera economía. Si tuviera un presidente con valores sólidos y una política exterior clara, todavía tendría la capacidad de desempeñar un papel importante en los asuntos mundiales.
Trump no tiene ninguna idea clara sobre política exterior, por lo que, por desgracia, mientras él sea el presidente, Estados Unidos va a ver disminuir su influencia en el mundo.