Este año el Grupo Prisa, que determina la industria cultural de este país, ha decidido otorgarle el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales a la señora Karen Armstrong. Esta británica ha escrito, así como lo leen, Una historia de Dios, defiende un principio de compasión como base de la civilización y promueve el entendimiento entre las religiones. Y, por si fuera poco, forma parte del grupo de expertos del grupo de Alianza de Civilizaciones de la ONU. Todo en este personaje tiene visos de esos que los anglosajones llaman políticamente correcto, empezando por su idea de Dios que, lejos de seducir y apasionar, recuerda lo peor de la mística de todos los tiempos: la apoteosis de la bullanga, el lío y el éxtasis, naturalmente, incomunicable. Falta claridad mental. Los vínculos que se establecen con lo Absoluto en los libros de esta señora son más propios de iluminados que de filósofos. Todo vale para este tipo de estudiosos de la experiencia religiosa.
No sé por qué, o quizá sí lo sé y me lo reservo para otra ocasión, al leer que le han dado un premio a esta teóloga de todo a cien he recordado lo que decía el maestro Agustín García Calvo, filósofo anarquista y extraordinario filólogo, cuando conminaba a los curas-progre a que, antes de hablar de las penurias de la vida social y económica de este mundo, se concentrasen en explicar a los fieles el misterio de la Santísima Trinidad. También se me ha venido a la memoria Problemas del cristianismo, delicioso libro de Julián Marías, que resalta en la gran tradición de la filosofía de Ortega que el cristianismo no da soluciones sino luz para buscarlas. He ahí la clave del cristianismo: su fe no es perezosa sino que exige razones. A la luz de esa exigencia, nadie en su sano juicio puede mantener, como sugiere la señora Armstrong, que todas las religiones sean iguales. Eso es teología de pacotilla. Nada.
O peor, todo ese rollo sobre la Alianza de las Civilizaciones, basado en su historia de las religiones, es mera charlatanería, embauque y demencia para seguir manteniendo la barbarie de una sociedad que no se hace cuestión de la categoría más importante de la historia de la filosofía: Dios. No creo que Dios sea una cuestión que preocupe a la mayoría de la población occidental, a pesar de que en nombre de un dios nos están matando. Dios es solo un triste vocablo para descalificar al que lo utiliza. Dios ha desaparecido de todos los documentos fundacionales de la Unión Europea. España también es un reflejo exacto de esa situación: Dios ni siquiera es un asunto de investigación científica para los estudiantes de las Facultades de Filosofía y Humanidades, incluso ha desaparecido de los planes de estudios de la universidad las asignaturas de Teología y Teodicea natural, que tradicionalmente estaban dedicadas al estudio de Dios; de este modo, por decirlo con los términos utilizados por los deicidas, un estudiante de Filosofía es liberado de estudiar uno de los conceptos clave de la civilización. La categoría de Dios ha sido eliminada por el legislador con la entera aceptación del poder político y las sabihondas autoridades de la filosofía académica. La coincidencia entre el mundo del derecho, del saber y del poder para eliminar a Dios de la escena pública y, seguramente, también de la privada es alarmante. ¡O acaso totalitaria!
Quizá haya excepciones, es decir, quizá alguna legislación permita de acuerdo con la incultura dominante que se estudie ese extraño tema de Dios, como si de algo mágico y extra terrestre se tratara, en el temario de la asignatura de Antropología como un apartado sobre las falsas ilusiones del hombre enajenado de las sociedades de capitalismo tardío. Mas tiendo a pensar que Dios, sí, el Dios de los filósofos y los genuinos teólogos, ha desaparecido hasta de los estudios superiores del mundo laico. Tampoco creo que Dios haya corrido mejor suerte en el llamado mundo de la Iglesia institucional. ¿Qué pasa con Dios en el mundo de los clérigos? Para empezar no creo que estos admitiesen un diálogo cara a cara con quien levanta acta de esta realidad. Los clérigos cierran los ojos y se tapan los oídos, o peor, se hacen los despistados, cuando alguien les dice: "El Dios de los cristianos no existe para la mayoría de los europeos". El Dios hecho hombre en la figura de Cristo ya no es norma para Europa.
No parece que ese asunto les inquiete demasiado a los profesores de los seminarios de la Iglesia Católica española. No creo que se atreviesen, por poner un ejemplo, en la Facultad de Teología de la Universidad San Dámaso de Madrid, antes Seminario de Madrid, a discutir sobre el Dios de los filósofos, o mejor, sobre la indiferencia reinante ante la cuestión de Dios; dudo mucho de que sus autoridades académicas tuviesen el coraje de aceptar de buena gana a un laico, no digamos ya a un ateo, para que hablase de Dios o de su desaparición en las antiguas aulas del Seminario de Madrid. Solo los clérigos pueden hablar de "Dios", remarcarán los dirigentes de las instituciones educativas de la Iglesia católica, a quienes se preparan para ser únicamente clérigos.
Me parece que los administradores eclesiásticos de Dios no admitirían fácilmente la principal enseñanza de Ortega en esta materia, a saber, "Dios es también asunto profano". Una negativa que entra, dicho sea de paso, en contradicción flagrante con la idea más abierta de Dios en la historia de la humanidad: un Dios hecho hombre, Jesucristo. ¿Por qué esta sugerente y apasionante idea de Dios solo puede ser tratada por especialistas y clérigos encerrados entre cuatro paredes? Y, sobre todo, ¿cómo alguien que no quiera convertir a Dios en un negocio puede equipar el Dios del cristianismo, como hace la señora Armstrong, con el de otras religiones? En fin… No sabría decir qué es peor si que desaparezca la asignatura de teología o dejar que Dios sea estudiado solo por los clérigos, pero de lo que no tengo la menor duda es que la premiada teóloga británica "no cree en Dios" o, mejor dicho, ni lo afirma ni lo niega, según sus propias palabras. ¿Palabras? No, palabrería, porque el trato intelectual que esta señora dispensa al concepto de Dios espejea un proceso de vaciamiento, si no de devastación, de la cultura europea. Así son las cosas y así tenemos la obligación de contarlas.
La destrucción de la categoría de Dios, como de otros grandes conceptos de la tradición filosófica de Occidente, es de tal envergadura que nuestros dirigentes políticos y los intelectuales no son capaces de diferenciar el Dios de los cristianos de cualquier ritual de una tribu primitiva y salvaje. La ruina cultural en torno a todo lo que rodea al Dios de los cristianos es total. Un mundo embrutecido y una cultura destrozada han conseguido algo inimaginable en el pasado: la cuestión de Dios ni ocupa ni preocupa. Es cosa de cuatro locos. Es un asunto tan anacrónico para el mundo bárbaro que ya ni se habla del debate teísmo-ateísmo. Eso es una cosa de la prehistoria. No vivimos, pues, en sociedades secularizadas, agnósticas o ateas. Ojalá. Vivimos en una era poblada por millones de pequeños dioses, diosecillos, que controlan nuestra existencia. Paganismo de cartón-piedra.