Hace pocas semanas conocíamos que el Ayuntamiento de Madrid estaba estudiando la posibilidad de erigir un monumento al soldado republicano de la Guerra Civil. Confieso que la noticia me causó sorpresa y después perplejidad. Evidentemente, la iniciativa responde a una visión idealizada del llamado Ejército Popular, tanto en lo que se refiere al origen de la adscripción de sus soldados a las filas de la República como en lo que respecta a sus ideas políticas y circunstancias personales.
Sin duda, el promotor de dicho monumento identifica exclusivamente al soldado republicano con los entusiastas milicianos de la primera hora, a quienes muchos portavoces de la memoria histórica atribuyen el monopolio de la defensa del bando frentepopulista. Por eso he creído necesario hacer memoria de algunas cuestiones por lo general desconocidas del Ejército Popular, dado que aquella visión idílica de los milicianos voluntarios pronto comenzó a ser muy distinta cuando se instituyó –con no poca resistencia por parte de los anarquistas, por cierto– la recluta forzosa en la zona gubernamental.
El hecho es que las fuerzas militares de ambos bandos estuvieron engrosadas mayoritariamente, desde las primeras semanas de la guerra, por soldados de leva, obligados a empuñar las armas por la única razón de tener la edad de ser llamados a filas. Además, la adscripción a cada uno de los bandos fue debida en la inmensa mayoría de los casos a razones geográficas.
La recluta forzosa en el bando frentepopulista se puso en marcha después del fracaso de la creación de un ejército voluntario, y ello a pesar de que se estableció una paga de 10 pesetas diarias para los combatientes, cinco veces mayor que la de los soldados antes de la guerra. Una idea de lo atractivo de esta soldada es que tres cuartas partes de los milicianos caídos en combate en los seis primeros meses de la guerra estaban en paro o cobraban un jornal inferior a 10 pesetas antes del conflicto.
Refundación del ejército regular
Las sucesivas victorias de los sublevados forzaron finalmente al nuevo gobierno de Largo Caballero a optar por la refundación del ejército regular, prácticamente disuelto después del golpe militar. Así, el 30 de septiembre de 1936, se abrían las cajas de recluta en la zona republicana, por las que pasaron hasta final de la guerra un total de 26 reemplazos: cerca de 1,3 millones de españoles entre menores de edad de 18 años y hombres de 44 años. El bando sublevado llamó a las primeras quintas el 8 de agosto de 1936, y desde entonces reclutaría 15 reemplazos.
Como la pesca de arrastre, las levas forzosas arramplaban con todo: se reclutaban conscriptos comprometidos con la causa republicana, pero también ciudadanos de derechas, incluso falangistas y carlistas, que no tenían más remedio que combatir por el bando contrario a sus ideas. Dudo mucho que el monumento solicitado para Madrid quiera incluir a estos últimos, aunque fueron también soldados republicanos como los que más. Lo mismo, pero a la inversa, sucedió en el bando nacional.
Pero con lo que uno y otro bando nutrieron sus filas fue, sobre todo, con reclutas indiferentes a las dos causas en lucha. La falta de entusiasmo bélico entre los españoles con edad de servir en filas hizo que la resistencia a marchar a la guerra se convirtiera, a comienzos de 1937, en un serio problema para los responsables de la movilización en ambos bandos.
El mismo Código de Justicia Militar
En las dos zonas se aplicó al principio del conflicto el mismo Código de Justicia Militar, el de 1890, hasta que en junio de 1937 los republicanos extremaron radicalmente las disposiciones relativas a prófugos, desertores y automutilados. Lo que prueba que para lograr el compromiso de sus soldados, los dirigentes republicanos hubieron de endurecer los castigos ya existentes.
Las causas de la desafección eran muy diversas: desde las duras condiciones de la vida en el frente, con mala alimentación y escasa indumentaria, a la nula preparación militar recibida, que fue continua queja entre los mandos. A los jefes provenientes de milicias sus soldados les achacaban lo mismo: su ignorancia de lo más elemental del arte de la guerra. Hasta el mismísimo Azaña denunciaba que Valentín González, el Campesino, jefe de la 46ª División, no sabía leer los mapas.
No olvidemos tampoco que en algunas unidades del Ejército Popular bajo mando comunista se instituyeron chekas para eliminar a los desafectos o simplemente a los que se quejaban de los mandos o de las condiciones de vida. La denuncia contra estas chekas solía proceder de los anarquistas, víctimas principales de esta represión en la que el ejecutado solía figurar en los partes de la unidad como "muerto al intentar desertar". Vaya para ellos también una parte del ansiado monumento.
Quinta del monte
A mediados de 1938, el fenómeno de la resistencia a la llamada a filas revestía tal magnitud en la zona republicana que el gobierno de Negrín se vio obligado a decretar una amnistía para los prófugos, prometiendo que se les indultaría si se presentaban a filas. Miles de desertores, atemorizados y hambrientos, dejaron sus escondites y se incorporaron a las unidades militares de la República: fue la llamada Quinta del Monte. A ellos les correspondería en justicia, a pesar de todo, otro pedazo del citado monumento, junto al que pertenecería a los prisioneros franquistas, de las batallas de Teruel y del Ebro principalmente, reutilizados en las filas del Ejército Popular como combatientes de segunda mano.
La guerra contra los desertores alcanzó en ambos bandos similares grados de crueldad. En el bando franquista se detenía a los familiares del desertor y se confiscaban sus bienes, y si los familiares tenían antecedentes izquierdistas era muy probable que acabaran siendo fusilados.
Aunque en el bando republicano estas medidas contra las familias ya se aplicaron en el frente del Norte, se generalizaron con una disposición de Negrín extraordinariamente severa: el envío del padre o los hermanos no movilizados del desertor a cubrir su puesto en el frente. En caso de no tener padre o hermanos varones, se condenaba a la madre o a las hermanas a servir en el frente a las necesidades de mandos y tropa. La orden de Negrín, firmada el 2 de junio de 1938, se transmitió a las unidades republicanas con carácter reservado y con indicación de que no se le diera "mayor difusión" que la lectura a los nuevos reclutas.
A las deserciones se sumaron las autolesiones, que fueron tan numerosas que se las llegó a denominar "heridas contagiosas". La profusión del fenómeno obligó a las autoridades militares de ambas zonas a endurecer los castigos contra quienes se disparaban a sí mismos para ser evacuados del frente. Por parte republicana, los gobiernos de Asturias y País Vasco establecieron la pena de muerte para el delito de automutilación en sendos decretos del 12 de marzo y el 21 de mayo de 1937. Lo mismo haría el gobierno de Negrín en junio de ese año, dentro de la reforma de las penas por delitos militares.
Este es un breve repaso a la Guerra Civil que nadie quiere contar, cuyo desconocimiento es causa permanente de las visiones idílicas y épicas sobre el supuesto entusiasmo de todos los españoles que combatieron en uno y otro bando.
Nadie niega que hubiera combatientes comprometidos, pero es hora ya de asumir que en las trincheras se vieron forzados a luchar, por la sola razón de tener la edad de ser llamados a filas y por lealtad geográfica, centenares de miles de españoles que no sentían como suya ninguna de las causas de aquella lucha fratricida.
Acaso haya llegado la hora también de reivindicar a los españoles que intentaron salvarse de la trituradora en la que eran servidos como carne de cañón tanto en el Ejercito Popular como en el de Franco. Aunque fueron traidores a los ojos de la propaganda de ambos bandos, los desertores y prófugos de filas dieron muestra de una absoluta lealtad a sí mismos. Y aunque fueron tachados de cobardes, dieron ejemplo de un extraordinario valor a la hora de defender su libertad individual en medio de la más cruel de las contiendas, la guerra civil. Paradójico resulta que, en estos tiempos febriles de memoria histórica, el monumento a estos compatriotas siga alzándose allí donde habite el olvido.
Pedro Corral, concejal del PP en el Ayuntamiento de Madrid y autor del libro Desertores. La Guerra Civil que nadie quiere contar (Debate, 2006).