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Mario Noya

Naguib Mahfuz, el Egipcio

Fue un extraordinario novelista y hasta un semejante de los grandes escribas de la XII Dinastía, cuando los libros eran bendecidos como bienes de un valor supremo.

Fue un extraordinario novelista y hasta un semejante de los grandes escribas de la XII Dinastía, cuando los libros eran bendecidos como bienes de un valor supremo.
Detalle de la estatua de Naguib Mahfuz en El Cairo I Wikipedia

Por lo visto –qué mal escrito–, en Egipto ha pasado prácticamente inadvertido el décimo aniversario de la muerte de Naguib Mahfuz, su mayor escritor, el coloso que pretendió narrar su historia nacional desde la antigüedad faraónica hasta la modernidad sadatiana y más allá.

Naguib Mahfuz bien pudo haber sido denominado el Masri, el Egipcio. "Le preocupaban los problemas de los egipcios. Le preocupaba Egipto", incidió en su día su hija Faten. "Era un patriota".

Mahfuz nació en El Cairo en el año 11 del siglo pasado. Entre los creyentes, que diría Naipaul; en el seno de una familia rigurosamente islámica de la que jamás pensarías que podría surgir un artista, según confesión propia. A Naguib, nieto de jeque azharí, hijo de analfabeta, desde muy temprano tan inverosímil como poderosamente le llamó la atención la lectura, de la que acabaría cayendo por su propio peso la escritura.

También le marcó enseguida la política. De manera determinante, la revolución de 1919, la única revolución popular árabe digna de tal nombre al decir del siempre bien documentado Lee Smith –un decir previo a la fatalmente marchita Primavera de 2011–. "En todos mis escritos encontrarás política. Puede que des con una historia en la que no haya amor, o cualquier otra cosa. Pero [jamás faltará] la política, que es el eje de nuestro pensamiento", le dirá en los años 90 a Rashid el Enani.

Políticamente, podríamos decir que Mahfuz fue nacionalista à la Naser y, posterior y conflictivamente, à la Sadat. Y progresista a la manera en que lo son quienes, en el mundo árabe, defienden que los derechos humanos amparen a todos los seres humanos, empezando por las mujeres y los miembros de las minorías religiosas, y que la identidad dura no sea de orden confesional sino que la marquen el tiempo y un lugar, es decir, la geografía y la historia.

No es de extrañar que lo odiaran a muerte los islamistas, que al calor de la polémica generada tras la fetua del psicótico ayatolá Jomeini contra los Versos satánicos de Salman Rushdie (1988) quisieron volver a poner en la pira sus Hijos de nuestro barrio.

Qué historia la de los Hijos de nuestro barrio. La que cuenta –una epopeya alegórica que toma por escenario la barriada cairota de Gamaliya– y la suya propia. Primero (1959) apareció por entregas en el diario Al Ahram, y ya entonces lo maldijeron los fanáticos. Como tampoco acababa de agradar al régimen de Naser, para el que el propio Mahfuz trabajaba –¡como director de Censura en el Buró de las Artes en esos mismos años 50!–, y como en pleno 1988, año de su Nobel, los fanáticos ya digo volvieron a la carga, hasta 2006 fue un libro de una sola edición en el mundo árabe, la publicada en el Líbano en 1967. En todo ese tiempo, en Egipto Hijos de nuestro barrio no estuvo prohibido: fue un celebérrimo libro fantasma.

Por los Hijos de nuestro barrio lo amenazaron de muerte los que mataron a Anuar el Sadat, artífice de los trascendentales Acuerdos de Camp David que Mahfuz respaldó, lo que no le acarreó lo que se dice buena fama en los países del entorno comidos por la israelofobia. El sucesor de Sadat, Mubarak, le ofreció protección policial para que no acabara igual que el artífice del primer acuerdo de paz con Israel suscrito por un líder árabe. Mahfuz la rechazó. "Si realmente quisieran matarme, lo harían. Después de todo, no se muestran amenazantes. Tienen cosas más importantes de las que ocuparse", le dijo entre risas a Jonathan Curiel en 1989, en el transcurso de una entrevista que se publicó con un retraso de décadas.

Cinco años después, el 14 de octubre de 1994, a la octogenaria eminencia un islamista le apuñaló en el cuello a las puertas de su casa.

Sobrevivió al oscuro crimen –"[El acusado, y finalmente ejecutado, un tal Mohamed Nagi] me juró que confesó bajo tortura, y que era inocente (...) Aún no sé qué creer", declaró en 2011 su biógrafo Raymond Stock–, pero por supuesto le quedaron secuelas, que –como ya no podía escribir más de media hora al día– también influyeron en su obra, de hecho dieron lugar a sus muy breves y oníricos Sueños de la convalecencia, que vieron la luz un decenio después, en el año 2004.

Todavía publicaría un título más, El séptimo cielo, en 2005, con el que la obra del muy prolífico autor de La batalla de Tebas quedó clausurada: 34 novelas, unos 350 relatos, decenas de guiones de cine, cinco obras de teatro.

Naguib Mahfuz, Naguib el Egipcio, murió ("Si alguna vez me abandonara la urgencia de escribir, quisiera que ese fuera mi último día") en El Cairo el 30 de agosto de 2006, acompañado de su mujer y de sus dos hijas. Fue un extraordinario novelista y –echa el resto Hallengren en esta magnífica semblanza– hasta un semejante de los grandes escribas de la XII Dinastía, cuando los libros eran bendecidos como bienes de un valor supremo, esenciales como el agua en aquellas tierras abrasivas. Los suyos ya son cruciales para comprender la peripecia de Masr y de la moderna literatura en lengua árabe.

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