En un texto de 1785 titulado Probable inicio de la historia humana, Kant escribe: "La historia de la naturaleza comienza por el bien, pues es obra de Dios; la historia de la libertad comienza por el mal, pues es obra del hombre". El contexto de estas intrigantes palabras es la expulsión del hombre del Jardín del Edén, que para Kant representa
el tránsito de la rudeza propia de una simple criatura animal a la humanidad, de las andaderas del instinto a la guía de la razón, en una palabra, de la tutela de la naturaleza al estado de libertad.
Su mensaje es claro: el ser humano fue creado en un estado de sumisión y sólo su rebelión contra Dios pudo liberarlo de su ignorancia acerca del bien y del mal, es decir, de una existencia sin conciencia ni autonomía moral. Esta es la razón de su falta de libertad, ya que la misma, como superación del instinto y la animalidad, presupone tanto la autonomía como el juicio moral. Por ello es que, para acceder a la libertad, era necesario desobedecer el mandato divino y comer del árbol de conocer el bien y el mal.
Es en este contexto que los autores del Génesis dieron a Eva su rol culpable. Se deja tentar por la serpiente, que le dice: "Dios sabe que en cuanto comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios, versados del bien y del mal". Entonces Eva decide comer de su fruto "deseable para alcanzar la sabiduría" y luego induce a Adán –la víctima– a probarlo. Así se consuma el pecado original y surge la conciencia moral: sienten vergüenza y buscan cubrir su desnudez. De allí en adelante serán responsables, podrán pecar o hacer el bien, y habrán entrado, como dice Kant, en el duro reino de la libertad.
Por ello es que Dios los expulsa del paraíso primigenio, les cierra el acceso al árbol de la vida y los condena a vagar por el valle de lágrimas de la existencia terrenal. A Eva le reserva tres castigos adicionales: parir con dolor, sentir deseo sexual ("Tendrás ansia de tu marido") y vivir en sumisión al hombre ("Él te dominará").
Como se ve, la autonomía moral y la libertad tienen un alto precio. No menor será el precio que la Antígona de Sófocles paga por oponerse al poder ilimitado en defensa de preceptos que ningún gobernante –autocrático, aristocrático o democrático– debe atropellar. Como se sabe, la hija de Edipo desafía la prohibición de Creonte de honrar el cadáver de su hermano, Polinices, por haber traicionado a Tebas. Creonte es el rey legítimo y su prohibición no era inusual en casos de traición, pero la misma no podía aplicarse a Antígona, obligada por leyes de siempre a hacerse cargo del cuerpo sin vida de su hermano.
Ante ello, Antígona elige el deber y con eso la muerte que Creonte ha decretado como castigo para quienquiera que incumpla su mandato. Pero podría también haber elegido acomodarse al mandato real y seguir viviendo, como lo hace Ismene, su hermana. Antígona, indefensa en medio de su soledad, da la respuesta decisiva a la pregunta de Creonte sobre su falta de respeto para con la ley:
No era Zeus quien me la había decretado, ni la diosa Justicia, compañera de los dioses subterráneos, dictó nunca este tipo de leyes a los hombres. Y no creía yo que tus decretos, siendo sólo un mortal, tuvieran tanta fuerza como para poder pasar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre.
Con ello, Antígona formula el mismo principio que más de dos mil años después sería el pilar de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: que los gobiernos se instituyen entre los hombres para garantizar ciertos derechos inalienables de los que estos han sido "dotados por su Creador", y cuando no lo hacen los pueblos tienen derecho a reformarlos o abolirlos. Para Antígona, sin más fuerzas que las de su determinación y su frágil cuerpo, no queda sino el deber de no obedecer.
Este mensaje, que conmovió a los atenienses que asistían, en marzo o abril del año 441 a. C., al gran festival dedicado a Dionisio, nos ha seguido conmoviendo al punto de hacer de Antígona uno de los principales héroes de la civilidad y la libertad, ya que éstas sólo pueden existir si el poder, cualquiera que sea, se ve contenido por principios y una legalidad superior que lo pone al servicio de nuestra dignidad como seres portadores de derechos que no son de hoy ni de ayer, sino de siempre.
Eva nos invitó –otros dirán que nos condenó– a la libertad. Antígona inmortalizó, con su sacrificio, el principio fundamental del poder limitado y la legalidad. Por eso es que quise invitar a ambas a estar presentes en esta celebración del 80 aniversario del nacimiento de nuestro gran amigo y maestro liberal, Mario Vargas Llosa.