Sí, gracias, Truman. Gracias por hacernos comprender que hay vida más allá de la política española, esa hidra enferma que atenaza el corazón de la nación. Después de una semana en la que hemos asistido al show de unos políticos sin estatura, gracias, cómo no, a la sabiduría de Andrés Arconada que ya conoce mi seguimiento rendido de sus juicios críticos, conseguimos ver Truman. Todos aquellos que tienen perros (o gatos o acompañan y se acompañan de cualquier otro animal familiar) deberían verla e incluso llorarla. Dice el personaje de Julián (Ricardo Darín): "Tengo dos hijos". En efecto. No diré más porque este íntimo desnudo de una amistad, cargado de ternura y de entereza, hay que beberlo como un cáliz, doloroso al principio y dulce al final. Truman es un acierto de guión, de dirección y, cómo no, de actores. No se me va de la cabeza esa sonrisa encanecida de Darín y no puedo olvidar esa mirada llena de matices – del afecto a la impotencia– de Javier Cámara. No quiero olvidarme tampoco de Dolores Fonzi, tan de carne y hueso, tan abierta a las pérdidas y sin embargo tan entera.
Me detendré en algunos detalles. El primero, el perdón. En Truman está el reconocimiento de lo mal hecho y la voluntad de rectificación. Es como los antiguos exámenes de conciencia que tanta faltan le hacen a la nación española, pero con la sencillez de la naturalidad. Sí, hay que pedir perdón, tenemos que pedirnos perdón porque en esta España no todos hemos obrado bien ni todo se ha hecho bien. La historia de España puede concebirse como la historia de una vida. No habrá paz posible mientras no sepamos qué conductas han sido y son dañinas y qué hechos han destrozado vidas y sueños ajenos. Es preciso que seamos capaces de identificar las crueldades y las mezquindades y pedir disculpas directamente asumiendo la responsabilidad. Esa capacidad de decir al herido por un comportamiento miserable: "Lo siento, no debí haberlo hecho y te pido perdón", es emocionante y necesario. En la vida y en la historia de España.
El segundo, casi de pasada en la película pero trascendente para los histriones de la progresía, Dios. Agradezco a Truman que en una simple frase ponga en cuestión la superficial exhibición de un ateísmo ágrafo. Yo, que no soy creyente, me sentí conmovido en la secuencia en la que Dios se aparece en la película. Ciertamente, el ateísmo barato, esto es, irreflexivo y politiquero, sigue de moda en España y en Europa desde hace dos siglos. Pero los más serios debates entre los partidarios de un mundo sin Dios y los esperanzados en el plan de un Dios no están resueltos. Me remito por ejemplo a la famosa polémica Bertrand Russell-Frederick Copleston (en un duelo emitido por la BBC, qué lujo de comunicación pública), al encuentro Jürgen Habermas-Joseph Ratzinger y al más reciente diálogo Antony Flew-Richard Dawkins y otros. El desprecio banal de las razones de unos y otros en favor de un ateísmo absurdo además de ridículo.
El tercero, la posibilidad de la amistad profunda entre dos personas, la amistad que asume la forma de la caridad de Pablo de Tarso, la amistad que es paciente y amable, la amistad que no es envidiosa, que no obra con soberbia, que no se jacta ni es ambiciosa, que no busca lo suyo (nunca pasa facturas), que no se irrita, que no toma en cuenta el mal, que no se alegra por la injusticia sino que se complace en la verdad aguantándolo todo, esperándolo todo y creyéndolo todo. En definitiva, la amistad que reconoce el valor y la valentía de cada uno de sus partícipes. En España, necesitamos ser más amigos, de nosotros mismos como españoles y ser más amigos de nuestra nación, la nación española. Demasiados son ya los actos de hostilidad, de desdén, de abandono de la patria común y de esa morbosa inclinación apriorística a condenarla de todos los pecados históricos habidos y por haber. Necesitamos ser amigos de España, que somos todos nosotros, ser amigos de nosotros mismos y comenzar a escribir una leyenda, ni negra ni blanca, sino del color de la verdad.
Y el cuarto, Truman o la ternura, ese sentimiento de alegría por la mera existencia de un ser que intuimos ennoblece y embellece el universo, ni más ni menos. Por todo ello, y por las demás cosas no que caben en este artículo, gracias, Truman.