La Navidad es un triple misterio. Es un misterio porque es un paso en la vida de Jesucristo y los pasos de la vida de Jesucristo se llaman misterios. Es un misterio porque la contemplación de la Navidad, que como sabemos significa nacimiento, suele hacerse con el apoyo de las figuras del belén, y representar con imágenes un paso de la vida de Jesucristo también se llama misterio. Pero, sobre todo, es un misterio porque encierra un enigma muy difícil de descifrar. Misterio también significa arcano o cosa secreta. La Navidad lo es. Todos hablamos del espíritu de la Navidad, pero llevo muchos años preguntándole a la gente más sabia en qué consiste ese espíritu y no he encontrado hasta ahora ninguna respuesta satisfactoria. Sabemos que existe -unos científicos británicos afirman haberlo localizado en cinco puntos concretos del cerebro- y que su existencia afecta al estado de ánimo de todos los seres humanos, con independencia de que sean cristianos o no. Es un hecho que a todos nos remueve por dentro pero lo cierto es que no se sabe muy bien por qué.
La Navidad no deja indiferente a nadie. Provoca, selectivamente, sentimientos muy distintos, a veces tan alejados entre sí que parecen polos opuestos: tristeza, ternura, ilusión, bondad, felicidad, resentimiento o ganas de salir corriendo hacia algún lugar recóndito y lejano del globo donde no haya cobertura de móvil. A esta última actitud, según he descubierto recientemente, se la conoce como "síndrome del embaucamiento del bah". La Navidad, en definitiva, es capaz de sacar lo mejor o lo peor de nosotros mismos. Pero es un hecho difícilmente rebatible que ha dejado una huella profunda en el alma humana. Ha inspirado algunas de las obras literarias, de los cuadros, de las piezas musicales, de los edificios, de las esculturas o de las conductas más hermosas de la civilización.
En 1914, durante la Primera Guerra Mundial, británicos y alemanes interrumpieron los ataques el día de Nochebuena. Las tropas alemanas comenzaron a decorar sus trincheras con adornos navideños. Luego cantaron Noche de Paz y las tropas británicas, en las alambradas de enfrente, respondieron con un villancico en inglés. Al rato intercambiaron whisky por cigarrillos en la llamada tierra de nadie, la franja de terreno que mediaba entre las puntas de las bayonetas de unos y otros, y al final acabaron disputando un partido de fútbol como gesto pacífico de buena voluntad.
Esa expresión -"buena voluntad"- siempre ha formado parte del mensaje navideño por excelencia: "Paz a los hombres de buena voluntad". Según el relato de la tradición cristiana, así saludó el ángel a los pastores de Belén antes de anunciarles que acababa de nacer un niño que venía a salvarles de la vida de poca monta que habían llevado hasta entonces. Los pastores de aquella época eran lo que hoy llamaríamos ceros a la izquierda. Sus coetáneos les despreciaban. Les consideraban tan poco de fiar que en los tribunales no se les admitía como testigos en los pleitos judiciales.
Ahora, las nuevas traducciones del Evangelio han modificado la literalidad de aquel saludo por esta otra, más rigurosa según los filólogos expertos: "Paz a los hombres que ama el Señor". Y dado que el Señor -Sumo Hacedor de todo lo creado- ama a todas sus criaturas, el significado del saludo es sencillo: paz para todos. No importa que sean buenos o malos, elocuentes o tartajas, perroflautas o metrosexuales, del Madrid o del Barsa, de los Rolling o de los Beatles, religiosos, ateos, agnósticos o descreídos. Todos es todos. Así que el ángel que saludó a los pastores les trasmitió un decreto de ámbito universal, una orden terminante y concreta dirigida a todos los seres humanos y adoptada por la única autoridad legítima que existe en materia de amor a la humanidad. Les conminó a quedar en paz. Decretó la paz para todos.
Un decreto no es un deseo. La primera Navidad no nos trajo un simple deseo de paz. Hizo más que eso. Resolvió que nos quedáramos con ella. Quedarse en paz, en términos coloquiales, significa quedarse sin deudas. Cuando alguien paga a su acreedor lo que le debe, se despide de él diciéndole que ya están en paz. Estar en paz significa estar sin deudas. La Navidad significa justamente eso. La Navidad viene a cancelar nuestras deudas, a redimirnos de la obligación de pagarlas. No pretendo meterme en honduras religiosas. Lo único que me importa es subrayar la idea de que, desde la primera Nochebuena, Navidad y paz son las dos caras de la misma moneda.
Paz significa, además, otras tres cosas: inexistencia de lucha armada entre países, armonía entre personas y ausencia de conflictos. La Navidad siempre ha sido, al menos para mí, el pedazo de tiempo -la quinta estación del año, como dice mi amigo Garci- donde esos significados pugnan por ponerse en pie, como forillos de un decorado, para llevar a la escena un ambiente que los recree, que los haga verosímiles, que traslade la ilusión de que se han hecho reales. Si el mundo fuera como aparece en el teatro, cuando se levanta el telón de la Navidad, pocas cosas irían mal en el mundo. No hay nada, sobre el escenario navideño, que sea presagio de conflicto. Las ciudades se adornan, la noche se ilumina, el gesto del hombre se dulcifica, salen del armario los vestidos de raso, las mesas se cubren con manteles de fiesta y se atestan de surtidos insólitos, chocan las copas de cristal y se intercambian los regalos mientras una banda sonora específica, empalagosa como el turrón, remueve nuestros sentimientos. Lástima que sea sólo una representación teatral.
¿Pero qué pasaría si no lo fuera? ¿Qué pasaría si el atrezo se convirtiera en mercancía auténtica y la faz del mundo dejara de ser de cartón piedra? ¿Qué pasaría si se produjera ese milagro prodigioso y la oscuridad se rindiera en efecto ante la luz, el rencor ante la sonrisa, los polvorines ante los polvorones y las bombas ante las zambombas? Imaginemos que las galas de fiesta se convirtieran en los uniformes de diario y la tristeza pasara a ser tan solo un disfraz de Nochevieja, o que las cocinas pudieran hornear pavos rellenos de trufa capaces de acabar con el hambre en el mundo, o que el tintineo de los brindis reemplazara el sonido acerado del cruce de las espadas…
Bueno, pues el espíritu de la Navidad -tal como yo lo veo- no es más que el deseo de creer que ese milagro todavía es posible. La Navidad no es nada más que una manera de mirar el mundo con ganas de creer que la ficción deja de serlo y que es auténtica verdad todo lo que parece serlo. Por eso nos devuelve a la infancia, al modo en que mirábamos al mundo cuando éramos niños. Los niños creen que Melchor viene de oriente en un camello de dos jorobas, que detrás de un abrazo hay amor verdadero, que los tachones luminosos de las estrellas son ojos que nos miran, que las personas que nos quieren no morirán jamás, que alguien inventará algún día la ciencia infusa, que el chocolate no engorda, que la guerra es una película que echan en los telediarios y que siempre seremos felices como perdices. La Navidad no es otra cosa que un doloroso flash-back al instante exacto en que aún creíamos que todo lo que veían nuestros ojos era la pura verdad, un regreso a ese tiempo ingenuo en que ni la artificiosidad de la escena, ni la impostación de los actores, ni la memorizada fluidez de las palabras, ni la falsa claridad de los focos, ni las costuras hilvanadas de los disfraces habían acabado con nuestra inocencia. En definitiva, un amargo retorno a ese territorio infantil del todo por delante, de la piel sin cicatrices, de la vida sin chascos, de los padres perfectos, del príncipe azul y de la negación de lo imposible.
Por eso la Navidad sólo es soportable para los niños y para quienes sean capaces de mirar al mundo con ojos de niño. Sólo quienes estén dispuestos a creer que el milagro del escenario convertido en vida auténtica sigue siendo posible pueden sobrevivir a la lluvia ácida de cuñados insufribles, primos cejijuntos, sobrinos ensordecedores, nueras de doble filo, suegros pelmazos y tíos aburridísimos. La diferencia entre la Navidad alegre y la triste, lo que convierte su espíritu en tiempo de risa o de llanto, no es la gozosa o la horrorosa experiencia de la inmersión familiar, sino la capacidad de reencontrarnos con el niño que fuimos y de retomar sus ilusiones sin darlas por perdidas aunque ya hayamos aprendido a vivir -o no- sin los besos que nos hicieron felices, sin las personas que nos los dieron, sin el amigo fiel o sin la fe en un futuro perfecto.
Ahora ya no somos niños y sabemos que no es verdad todo lo que la Navidad pone ante nuestros ojos. Pero aún podemos mirarla como lo hacíamos entonces, a pesar de todos los pesares, con la certeza de que sigue siendo posible hacer bonito lo que sólo lo parece. Ese es el auténtico espíritu de la Navidad.