–¿Es ésa una lengua digna de que se ponga en ella la palabra de Dios? ¡Mi perro Jowler habla una mejor!
Así estalló el rey Jacobo I de Inglaterra cuando, a principios del siglo XVII, escuchó unos pasajes de la Biblia recién traducida al gaélico para posibilitar a los papistas irlandeses la comprensión de la ortodoxia anglicana que salvaría sus almas.
Pero el acoso a la lengua y la cultura irlandesas había comenzado varios siglos antes. En 1367 los Estatutos de Kilkenny establecieron, para todo inglés afincado en la conquistada Irlanda, la obligación de separarse de la población nativa en el culto religioso, las diversiones, el matrimonio, la lengua, la onomástica, la vestimenta y hasta el modo de cabalgar y la tenencia de barraganas. Y en el siglo XVI Enrique VIII ordenó a sus súbditos en tierra irlandesa que la lengua inglesa fuese la única empleada para hablar, para educar a los niños y para predicar desde los púlpitos.
Numerosos autores dejaron escrito el desprecio que sentían por la lengua gaélica, como el ilustre novelista Jonathan Swift al preguntarse "cómo puede emitir un caballero tales sonidos odiosos con la boca, la garganta y la nariz sin dislocarse los músculos empleados al hablar".
Pero lo que la presión política, el conflicto religioso y los escritos de los eruditos no consiguieron durante siglos lo logró la necesidad a partir sobre todo del siglo XIX, pues los irlandeses comenzaron a identificar su lengua con la pobreza y la inglesa con el éxito. Cada día era más evidente que los que hablaban inglés conseguían mejores condiciones laborales y sociales. Hasta para emigrar era conveniente hablar inglés, la lengua que necesitarían en las fábricas de Inglaterra y los Estados Unidos.
Además, en 1845 se desató la gran hambruna de la patata, que mató a un millón de irlandeses y forzó a la emigración a otros cuatro, dejando a Irlanda con la mitad de su población, unos cuatro millones. Aparte de la tragedia humana, la lengua irlandesa recibió un golpe letal, pues muchos de los fallecidos y emigrados pertenecían a un campesinado gaelicohablante que identificó más que nunca dicha lengua con la pobreza. El predominio de la lengua inglesa llegó a tal grado que Daniel O'Connell, principal dirigente del irlandesismo político en la primera mitad del siglo XIX, sostuvo: "La utilidad superior de la lengua inglesa como medio de comunicación moderna es tan grande que contemplo sin disgusto alguno la desaparición de la irlandesa".
Pero al mismo tiempo que el gaélico tocaba fondo, el incipiente movimiento nacionalista hacía de él el objeto de su adoración por considerarlo la llave del renacimiento nacional. Tanto Douglas Hyde como Eamon de Valera, futuros presidentes de la Irlanda independiente, acusaron a sus paisanos de ser cómplices de la desaparición de la lengua nacional. Este último sostuvo: "una Irlanda con su lengua y sin libertad es preferible a una Irlanda con libertad y sin su lengua".
Muchos militantes nacionalistas dieron ejemplo empleando las llamadas cupla focal (dos palabras), breve repertorio de saludos que sirven como contraseña nacional aunque el resto de la conversación se desarrolle en inglés, fenómeno idéntico a lo que sucede en tierras vascas, donde la inmensa mayoría de la población no pasa del aita, el egunon y el agur. "Agurtzales" les han bautizado las malas lenguas.
Conseguida la independencia, se intentó imponer el gaélico en la administración y la enseñanza (las gaelscoils, modelo de las ikastolas vascas), pero la misma mayoría movilizada durante los años de lucha por la independencia, una vez alcanzada ésta perdió el interés por una lengua que ya no servía como ariete en la lucha política y prefirió que sus hijos aprendieran cosas prácticas como las ciencias, las matemáticas... y el inglés. Además, la mayoría de los políticos que han impuesto estas obligaciones a los niños han continuado siendo anglohablantes sin preocupación alguna por aprender la lengua nacionalizadora, empezando nada menos que por el ministro de las Artes, la Herencia y las Zonas Gaelicohablantes, Joe McHugh.
El imparable decaimiento del gaélico provoca frecuentes protestas y movilizaciones para reclamar medidas urgentes de revitalización de una lengua que hace siglo y medio contaba con siete millones de hablantes y que hoy sólo usan cotidianamente veinte mil. Muchos ya la dan por inevitablemente muerta. Algo parecido sucede con la lengua gaélica escocesa, hermana de la irlandesa, conocida hoy por cincuenta mil personas, el 1% de los habitantes de Escocia.
Probablemente nuestros separatistas debieran tomar nota de lo sucedido en Irlanda en las últimas décadas, tan parecido a lo nuestro. Dado que a la mayoría de los ingenieros sociales las lenguas les importan sólo por su utilidad política, lo peor que podría sucederles, especialmente al eusquera, de mucha menor implantación que el catalán, es la independencia política. Pues en ese momento dejarán de servir para, en jerga nacionalista, hacer país.
¿Sobrevivirán al aire libre, sin la excusa del enfrentamiento con la opresora lengua de Cervantes?