Homo exsapiens
La telebasura es la culpable principal del brutal encanallamiento de las costumbres sufrido en las últimas décadas
Probablemente la caída comenzó con la radio. Hasta ese momento la información y el conocimiento pasaron necesariamente por el papel, pero con el nuevo invento, por comodidad, comenzó la decadencia de la lectura. En adelante bastaba con sentarse en un sillón y dejarse contar.
Pero aquello del sonido iba a ser sólo el débil prólogo de lo que se avecinaba con la imagen, pues con el televisor llegó el cambio doméstico más revolucionario desde el Neolítico. De pronto, un aparato eléctrico se convirtió en el centro del hogar, en un dios al que todos debían adorar cada día. Con él se acabó no sólo la lectura como entretenimiento y medio de adquisición de conocimiento, sino hasta la conversación. Y, por supuesto, el juego y la educación de los niños, ahora aparcados frente a la pantalla. Pero, a pesar del enorme mal causado, mientras lo ofrecido por la televisión fue escaso y limitado en horario, siguió habiendo hueco para otras actividades. Sin embargo, no se tardó en dar el paso siguiente: la llegada de las cadenas privadas y la ampliación del horario a las veinticuatro horas del día. Ya no había escapatoria. Además, como las privadas, carentes de subvención pública, necesitan publicidad para sobrevivir, la eterna ley del número exige la menor calidad posible de los programas para poder llegar a la mayor cantidad posible de gente. Y así apareció la telebasura, culpable principal del brutal encanallamiento de las costumbres sufrido en las últimas décadas. La mierda que se vierte hoy por la pantalla en todos los hogares habría sido inimaginable en la televisión pública de no hace tanto.
Todos los que van a alguna conferencia sobre cualquier tema lo saben bien: es muy difícil encontrar menores de cincuenta años. La palabra no va con los jóvenes. Ni tienen costumbre de emplearla, ni paciencia para escucharla, ni interés alguno por casi ningún asunto que pueda ser explicado por un conferenciante. Es ciertamente demoníaco cómo nuestras aulas igualitarias han logrado fabricar una generación de jóvenes no sólo vacíos de conocimiento, sino también de curiosidad. Evidentemente los culpables de este fenómeno son los dos espacios de predicación que ocupan el tiempo de los estudiantes: la escuela y la televisión.
El siguiente paso de gigante fue internet, que vino a sustituir, con enorme éxito, la hipnotización televisiva por la mucho más potente del ordenador. Pues no en vano en él, además de ver películas, se puede jugar a un millón de juegos y entretenerse con todas las cosas del mundo, generalmente las malas.
Una de las aportaciones positivas del ciberespacio fue el correo electrónico, esa maravillosa herramienta que en un principio pareció llegar para resucitar el género epistolar. Lo que antes exigía una carta trabajosamente escrita que tardaba días o semanas en llegar a manos del destinatario, y vuelta a empezar, ahora podía hacerse cómoda e instantáneamente. Pero con los mensajes telefónicos de texto y, sobre todo, con la llegada de internet a los teléfonos móviles, el correo electrónico ha sido mayoritariamente sustituido por mensajes telegráficos de concisión tarzanesca y ortografía endiablada. Por no hablar del famoso twitter, máxima prueba de la atrofia de los cerebros, probablemente ya irreversible.
Así, entre pantallas, teclas, textos breves, mensajes fugaces, imágenes y datos perecederos, la abrumadora información sobre tonterías inunda las horas del ciberhumano contemporáneo y le impide dedicar su tiempo tanto a conseguir una información digna de ser tenida en cuenta como, sobre todo, a adquirir conocimiento.
Gran paradoja de la luminosa era de la información: la conexión permanente del hombre a unos aparatos totalmente superfluos ni forma ni informa. Deforma.
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