El secreto de la oratoria consiste en transmitir el menor número de ideas con el mayor número de palabras. Lo saben muy bien los negros que redactan los discursos de los políticos. La idea es que las frases sean lo suficientemente difusas para que nadie pueda criticarlas con fundamento. El mismo fin se consigue acudiendo a palabras con un sentido distinto del habitual.
Uno de los recursos retóricos que mejor funcionan consiste en afirmar con rotundidad (ahora se dice "contundencia") que "hay que estar a la altura de las circunstancias". Nunca se precisa qué circunstancias puedan ser esas. Además, ¿por qué "a la altura"? Si las circunstancias son dañinas o adversas, ¿por qué situarse a su altura? También podría ser a su anchura o a su volumen. Claro que más incomodidad produce oír esta expresión: "Estar a la altura". ¿A la altura de qué? ¿Quién la mide y cómo? La cláusula tiene tanto éxito que ahora se prodiga mucho, y los oyentes quedan embelesados. Si un candidato, con toda su candidez, asegura que intenta "quedar a la altura", automáticamente aparece rodeado de un aura de respetabilidad. Quizá entienda la gente que el orador no va a robar. Estaría feo decirlo de esa forma más directa.
Otro dispositivo de nuestros afamados oradores. Las alusiones cromáticas, indeterminadas como son, resultan muy apañadas en los discursos. La favorita ahora es "líneas rojas", así, en plural mejor que en singular para mayor despiste. Vagamente son señales de "hasta aquí hemos llegado" o "de ahí no se puede pasar". No se entiende por qué unas personas o instituciones pueden poner líneas rojas o condiciones. Más entendible es la "luz verde" para indicar que algo se permite o se alienta. Pero seguimos en la inconcreción. Que es de lo que se trata. Todavía más misteriosa es la expresión "negro sobre blanco". Es un retorcimiento para indicar que algo va por escrito. Ya se sabe que "los escritos permanecen", como decían los clásicos. Ahora perduran, aunque sean mensajes escritos en los ordenadores o en otros adminículos telemáticos. Nos parece que los hemos borrado, pero se alojan en una misteriosa nube, que nadie sabe dónde está o en qué consiste. ¡Cuánto se arrepentirán ciertos personajes de haber enviado algunos correos o tuits! Quienes no hemos hecho otra cosa que escribir estamos perdidos. Me quita el sueño la cantidad de artículos míos que deben de estar en la misteriosa nube.
El adjetivo insostenible queda muy claro; no tanto el otro polo: sostenible. Basta con aplicarlo a cualquier sustantivo para que quede bendecido con lo óptimo, para que sea indiscutible. Cuando oigamos que una empresa industrial, una explotación agraria, incluso una ciudad, aparecen como "sostenibles", eso significa que van a costar un elevado precio al consumidor o al contribuyente. Casi es lo contrario de lo que intentan transmitir. Por ejemplo, las famosas "desaladoras", modelos de "sostenibilidad", son una ruina fuera de las islas o los portaaviones. Y encima contaminan. ¿Algún periodista podría seguir la pista de las desaladoras que se iban a levantar en la costa mediterránea en tiempos de Zapatero?
Una distorsión parecida se logra con el adjetivo inteligente, cuando no se refiere al cerebro humano. Un artefacto "inteligente" indica que va a ser caro. Se trata de una analogía exagerada, pero la gente la "compra", como ahora se dice. Los automatismos son muy antiguos, pero nuestros mayores no osaron llamarlos "inteligentes"; pasaban simplemente por ingeniosos. El ingenio era el de los inventores.