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Pedro López Arriba

Abraham Lincoln reconsiderado

Obama se sirvió de la figura de Lincoln en la campaña electoral y en su toma de posesión. No está muy claro por qué lo hizo.

Obama ha demostrado ser un orador brillante, capaz de convencer y seducir a quienes le escuchan, pero sumamente superficial, a diferencia de Lincoln, cuyos discursos han logrado mantenerse vivos en el tiempo por la profundidad de los conceptos expresados y la intensidad de las emociones evocadas, sin que casi nunca lograsen obtener un gran éxito en el momento en que fueron pronunciados. Puede que la apelación de Obama a Lincoln se debiera a la posición central que éste ocupa en la historia de los Estados Unidos, a la que quizás aspira Obama. Puede que sólo consistiera en una maniobra astuta del demócrata, sabedor de que el republicano se cuenta entre los presidentes más populares entre los norteamericanos. O puede que fuera una forma oportunista de aprovechar en su favor el bicentenario del nacimiento del de Kentucky.

Sea como fuere, todo esto ha servido para despertar algunas viejas controversias sobre la figura del primer presidente republicano de USA. Muchos críticos de Obama han emprendido una revisión crítica de Lincoln desempolvando para ello los viejos argumentos anti-lincolnianos, tan vetustos como la campaña presidencial de 1860 en que nacieron. Hoy como ayer, los críticos de Lincoln basan sus objeciones en hipótesis poco sostenibles, como a continuación se verá.

La tesis de los críticos del presidente que salvó a la Unión en su peor hora dice básicamente que, por razones más o menos económicas, Lincoln destruyó la "vieja Unión libre", en la que la secesión era perfectamente posible y legal, invocando falsamente para ello la cuestión esclavista, en la que él mismo no creía, y provocando con ello una sangrienta guerra civil, que le llevó a aplicar sin el menor escrúpulo políticas dictatoriales y a destruir a las aristocracias sudistas, que al parecer eran las representantes del más genuino liberalismo y la verdadera base liberal de los Estados Unidos de América.

Es éste un argumentario interesante y hasta brillantemente expuesto en ocasiones, pero que no resiste el más ligero examen. Su mera revisión muestra su insostenibilidad por razón de las graves contradicciones que encierra y por el desprecio, rayano en la desconsideración, con que tiene que tratar los hechos reales.

Lincoln y la razón para la defensa de la Unión

Sostienen los críticos de Lincoln que la Unión, tal como fue concebida en la Constitución de 1787, era de carácter voluntario, por lo que era posible tanto entrar como salir de ella. Es ésta una afirmación muy alejada de la realidad y con perfiles de sofisma, pues confunde la idea de voluntariedad con la de revocabilidad. Dos ideas diferentes y de alcances distintos, que son perfectamente distinguibles en el derecho público y en el privado, pues voluntad no significa capricho, y la revocación de los actos voluntariamente realizados jamás es enteramente libre. Las legislaciones públicas y privadas de todo el mundo contienen limitaciones severas para la revocación de actos y contratos, por razones de perjuicios a propios y a terceros que a todos se nos alcanzan, y la Unión norteamericana no fue en eso una excepción.

Que toda unión tiene algo de voluntario es cosa tan evidente que no merece más que ser enunciada. Y que la Unión norteamericana fue voluntariamente constituida tampoco ofrece dudas. Pero eso nada tiene que ver con el hecho que se pretende discutir, que es el de la posible existencia de un derecho a abandonar unilateralmente dicha unión. Pues bien, la voluntad expresa de los fundadores en la primera Constitución USA, la de 1777, era la de una formar una unión definitiva. De ese modo, esa primera Constitución se denominó oficialmente Artículos de la Confederación y la Unión Perpetua. La segunda Constitución, la de 1787, fue elaborada por la Convención Constitucional de Filadelfia, que, aunque sólo tenía poderes revisorios para la mejora del sistema de gobierno establecido en los Artículos, fue mucho más lejos y modificó radicalmente el marco de partida, definiendo un nuevo orden constitucional. De entre lo poco que la Convención no varió un ápice se contaba lo relativo a la Unión, que se vio reforzada por la declaración fijada en el preámbulo, donde se anunciaba que lo que se pretendía era formar "una Unión más perfecta" que la de 1777.

En suma, en este debate debe constatarse el hecho indudable de que la posibilidad de la secesión no estuvo contemplada en el sistema constitucional norteamericano, ni en 1777, ni en 1787 ni en 1860. Y los precedentes de amenaza secesionista de Carolina del Sur, en 1832 con el presidente Jackson y en 1849 con el presidente Taylor, recibieron la misma respuesta desde los poderes federales que en 1860; con la diferencia de que en 1860 los secesionistas fueron más lejos y se llegó a la contienda, mientras que en 1832 y 1849 se echaron atrás.

La esclavitud en la crisis de 1860-1865

Es posible que la cuestión de la esclavitud no fuese la principal de las subyacentes a la guerra civil. Quizá. Pero ha de señalarse que, en tal caso, fue como mínimo la segunda, si no la primera ex aequo con alguna otra que convendría precisar.

La esclavitud, el mantenimiento de la unión y la progresiva decadencia sureña fueron los tres motivos básicos y principalísimos de la guerra. Y si bien es cierto que a lo largo del periodo comprendido entre 1787 y 1860 los tres se fueron imbricando y entremezclándose, de tal modo que no es fácil establecer el más correcto orden de prelación, la esclavitud estuvo presente en todas las crisis secesionistas habidas en ese periodo. Si la esclavitud no ocupó el primer lugar, desde luego tampoco fue un asunto secundario.

La guerra la provocó el Norte

Se ha sostenido que los sureños fueron contumazmente ofendidos y provocados hasta la extenuación, de modo que no pudieron soportar más y atacaron el fuerte Sumter, situado en Charleston (Carolina del Sur), el 12 de abril de 1861, comenzando así la guerra. En realidad, como los propios sureños reconocerían después, el ataque al Sumter fue una decisión calculada para acabar de raíz con cualquier posibilidad de compromiso pacífico, que era lo que buscaba con desesperación un Lincoln que deseaba evitar, incluso al precio de refrenar las limitaciones a la esclavitud, que se consumase la secesión.

La secesión había sido amagada muchas veces por los sureños, que siempre encontraron la más rotunda oposición de los poderes federales. Cuando en 1861 quisieron ir más allá de la mera amenaza, la respuesta armada que se había anunciado en 1832 y 1849 se hizo realidad.

Lincoln, dictador

Es ésta una de las más insólitas acusaciones que se han formulado contra el personaje. En realidad, es una muy pobre imputación, ya que todo consiste en denunciar que, en las circunstancias excepcionales de la guerra, la presidencia ejerció poderes excepcionales. También otros presidentes ejercieron poderes de excepción en situación de guerra, en el siglo XVIII, en el siglo XIX y en el siglo XX. Unos poderes que nunca se mantuvieron una vez concluidas las hostilidades, por lo que no se puede considerar seriamente esta objeción. Más aún, las medidas de excepción adoptadas bajo los mandatos de Lincoln (1861-1865) fueron sensiblemente más suaves que las tomadas por otros.

Sobre los liberales esclavistas

La pretensión de que la aristocracia esclavista sureña fue la más firme defensora del los principios constitucionales y la referencia liberal de USA en la crisis de 1860 es, sencillamente, disparatada. De ahí que los críticos de Lincoln nunca aborden esta materia con una mínima profundidad. Toda la carga la efectúan sobre las cuestiones que pudieran arrojar la sombra de la duda sobre el comportamiento de ese gran presidente.

La aristocracia sureña era profundamente anti-liberal en sus usos y en sus convicciones. La esclavitud no era la única objeción que podía formularse contra los sistemas políticos y económicos que habían terminado por imponerse en el Sur. Los conflictos habidos en Kansas y Missouri en los años inmediatamente anteriores a la guerra civil demostraron palmariamente el talante autoritario de dicho estamento.

Lincoln es una figura mítica, no hay duda. Y ello por muchas razones. Murió como lo hacen los favoritos de los dioses, en el mismo momento de la victoria, pues la guerra acabó menos de dos meses después de su asesinato. Pero la conceptuación mítica de un personaje es, a menudo, perjudicial para su mejor conocimiento y comprensión. Por ello es saludable volver a él, desmitificarlo y reconsiderar su tiempo y sus acciones.

Lincoln afrontó una tarea mucho más grande y difícil, si cabe, que la asumida por los fundadores de la República en 1776 y en 1787. Partía de una Unión ya fundada. Pero en 1860 esa Unión estaba a punto de disolverse. Y asumió la tarea de refundarla reconstruyendo el edificio de la República sobre la base de la soberanía nacional del pueblo de toda la Unión, idea de soberanía ya implícita en el preámbulo de la Constitución de 1787, en la convicción de que la única posibilidad de pervivencia de la democracia en América residía en que ésta se fundase en la conciencia de una Unión indisoluble.

Lincoln creía firmemente que la secesión implicaría, a medio o largo plazo, la imposibilidad absoluta para mantener el gobierno popular, representativo y democrático, tanto en el Norte como en el Sur. Si la democracia debía perdurar en Norteamérica, ello sólo sería posible con la unión de todos los Estados bajo la Constitución de 1787.

Esta tesis fue la que mantuvo Lincoln durante todas sus campañas políticas, desde 1858. El coste de la afirmación de esa tesis fue una sangrienta guerra civil de casi cinco años, de la que él mismo fue víctima, y el legado de un problema, la integración de los negros, que tardaría más de cien años en hallar las vías para su solución definitiva.

Lincoln fue, como otros muchos, uno de esos a los que se refiere el subtítulo del poema de R. Lowell "Por los muertos de la Unión": relinquunt omnia servare Rem Publicam.

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