Si, como todo hacía pensar, la guerra se iba a resolver en el frente occidental, la situación estratégica en 1917 aconsejaba a los aliados esperar. El fracaso de la ofensiva Nivelle, emprendida por los franceses durante la primavera, había demostrado que las innovaciones tácticas en el ataque no eran suficientes para derrotar a un buen atrincherado defensor sino con una abrumadora superioridad de medios. Por otra parte, la guerra submarina, aunque había infligido mucho daño al tráfico comercial aliado, se había demostrado incapaz de derrotar a Gran Bretaña por sí sola gracias al sistema de convoyes, que había hecho que empezara a disminuir el tonelaje que los sumergibles alemanes eran capaces de enviar al fondo del mar. La entrada en guerra de los Estados Unidos permitía confiar en que, con el tiempo y la llegada de sus soldados a Francia, los aliados tendrían la superioridad suficiente como para desequilibrar la balanza a su favor en el otoño de 1918 o, a más tardar, en la primavera de 1919. Todo, pues, aconsejaba esperar.
En el otro bando, en el de Alemania, ocurría lo contrario. La situación apremiaba. Ya era evidente que la guerra submarina, por mucho daño que hiciera, no derrotaría a Gran Bretaña por sí sola. Era cierto que Rusia estaba vencida de facto, pero mientras el Gobierno provisional fruto de la revolución no lo reconociera, no era posible trasladar las fuerzas desplegadas en el frente oriental a Francia para deshacer allí decisivamente el empate. Había que apresurarse porque si los norteamericanos llegaban en suficiente número antes de que los alemanes hubieran vencido, el desempate ya no se desharía en su favor sino en su contra.
Esa era la situación en el verano de 1917 y, curiosamente, ambos bandos actuaron en contra de lo que la misma aconsejaba. Alemania no sólo no se apresuró a firmar la paz con Rusia, sino que trató de aprovechar la debilidad de su Gobierno para, por un lado conquistar aun más territorio en el norte, con el fin de estar mejor situada en la siguiente guerra, y reclamar al Gobierno ruso concesiones que muy difícilmente podía éste hacer. Tal fue la intransigencia alemana que un Kerensky ansioso de firmar la paz y poder dedicarse a consolidar la revolución en el interior organizó una ofensiva durante el principio del verano para atemperar la codicia de Berlín. El ataque fracasó porque los soldados rusos ya se habían hecho a la idea de que la guerra, al menos para ellos, había terminado y no estaban dispuestos a seguir poniendo en peligro sus vidas. Pero el fracaso no bastó para que los rusos aceptaran las duras condiciones que Alemania quería imponer. Tuvieron que pasar muchos más meses antes de que, en marzo de 1918, un nuevo Gobierno ruso, el de los bolcheviques, aceptara al final entregar una amplia franja de territorio que el ejército alemán no ocupaba y que incluía buena parte de los campos de trigo ucranianos. Mientras, poco a poco, los soldados estadounidenses recibían entrenamiento y eran trasladados a Europa.
En el bando aliado, en cambio, donde la situación aconsejaba mantenerse a la defensiva a la espera de si los norteamericanos, con su poderío, eran capaces de desequilibrar la balanza, los ingleses decidieron emprender una nueva ofensiva, la que dio lugar a la batalla de Passchendaele. Si no hubiera sido porque Estados Unidos había entrado en guerra y era razonable esperar a ver si su intervención rompía de una vez el empate, habría habido muy buenas razones para emprender aquella ofensiva. Douglas Haig, comandante de la Fuerza Expedicionaria Británica, estaba harto de depender estratégicamente de los galos y ansioso de trabajar para los intereses de la Gran Bretaña. Si sus soldados habían de morir en los cenagales de Flandes, que lo hicieran al menos por defender a su patria y no a Francia. Las circunstancias eran, en el verano de 1917, favorables a emprender una acción inspirada por los exclusivos intereses británicos. El reciente fracaso de la ofensiva Nivelle, los motines en el ejército francés que le siguieron y la estrategia conservadora adoptada por el nuevo jefe del Estado Mayor galo, Philippe Pétain, mantuvieron a los franceses a la defensiva, lo que al tiempo permitió que los británicos por primera vez pudieran pensar en un ataque dirigido a defender exclusivamente sus intereses estratégicos. El plan diseñado por Haig pretendía expulsar a los alemanes de la costa de Flandes, que era a fin de cuentas el declarado objetivo de la entrada en guerra de Gran Bretaña en 1914, cuando Alemania violó la neutralidad de Bélgica. Londres siempre había considerado que la presencia de una gran potencia al otro lado de los acantilados de Dover constituía una amenaza de primer orden para las islas que no debía de ninguna manera ser consentida. Además, en la costa de Flandes había dos puertos ocupados por los alemanes, donde tenían su base un tercio de los submarinos con los que Alemania estaba intentando acabar con el tráfico comercial británico. Además, desde ellos salían los destructores que amenazaban los barcos que transportaban a los soldados británicos de las islas al continente. Habían transcurrido casi tres años de guerra y a la Fuerza Expedicionaria Británica no se le había dado la ocasión de perseguir el fin principal para el que había sido enviada al continente. Había llegado el momento de intentar alcanzarlo.
El plan ideado por Haig partía de aprovechar las ventajas estratégicas que le ofrecía el saliente de Ypres. El frente seguía una línea perpendicular al mar a lo largo del río Yser. Al llegar a Ypres se adentraba en territorio ocupado por los alemanes formando un semicírculo alrededor de la ciudad y luego seguía descendiendo hacia los sectores defendidos por los franceses. Aunque alrededor de Ypres los alemanes dominaban los altos, desde el saliente sería posible iniciar una ofensiva que rompiera el frente. El objetivo sería la línea de ferrocarril que transcurría en paralelo por detrás de las líneas alemanas y que era lo que permitía a los germanos enviar con extraordinaria rapidez tropas de refuerzo a cualquier lugar del frente donde fueran necesarias. Si los ingleses hubieran sido capaces de tomar los nudos ferroviarios de Roulers y Thourot, el sistema defensivo alemán se vendría abajo al ser privado de su línea de suministros. Inmediatamente después, había planeado Haig, los ingleses avanzarían por la costa al mismo tiempo que otra fuerza desembarcaba en ella a fin de dirigirse y tomar los puertos de Ostende y Zebrugge desde donde partían los submarinos y destructores alemanes.
Antes de iniciar la ofensiva fue necesario tomar los altos de Messines, al sur del saliente, desde donde los alemanes podían haber controlado cualquier preparativo emprendido por los ingleses. Una vez asegurado el flanco sur del saliente (no debe olvidarse que la ofensiva tenía por último fin dirigirse al norte, hacia la costa lo que obligaba a asegurar la retaguardia en el sur), pudo emprenderse la ofensiva general que se inició el 31 de julio. El cañoneo inicial privó a los valles que tendrían que atravesar los ingleses antes de llegar a los altos ocupados por los alemanes de todo el drenaje convirtiéndolos en un barrizal. El mal tiempo obligó a interrumpir la ofensiva en diversas ocasiones, hasta que en noviembre, tras perder 270.000 hombres, los ingleses desistieron y renunciaron a sus últimos objetivos. No obstante, hay historiadores que valoran positivamente la ofensiva porque permitió a los británicos desalojar a los alemanes de los favorables altos que ocupaban, representados por la villa de Passchendaele, en el extremo oriental del área ganada a los alemanes, lo que a su vez les permitió estar en una mejor posición defensiva cuando llegó la ofensiva alemana de la primavera de 1918. En cualquier caso, la batalla fue una repetición de todo lo visto hasta entonces en el frente occidental, una terrible carnicería (los alemanes perdieron unos 300.000 hombres) para avanzar o retroceder unos pocos kilómetros de frente. La única verdadera novedad fue el empleo por parte de los alemanes del terrible gas mostaza, menos letal que la clorita pero que abrasaba la piel de los soldados, además de privarles de la vista temporalmente.
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