Comenzó su itinerario liberal en el progresismo, a mediados de la década de 1860. Escribió sus primeros artículos políticos en el progresista La Nación, al final del reinado de Isabel II, entre 1865 y 1868. Contempló la deriva autoritaria de la reina y de los moderados, desde la noche de San Daniel, el 10 de abril del 65, en la que la Guardia Veterana, bajo las órdenes del ministro González Bravo, arrampló contra los estudiantes y viandantes, causando más de una decena de muertos. Asistía a las sesiones de Cortes, y escribía las crónicas parlamentarias de un mundo a punto de desaparecer. El reinado agonizaba, y el episodio del cuartel de San Gil, el 22 de junio de 1866, concluido trágicamente con el fusilamiento de los sargentos sublevados, le dio la puntilla.
Mientras, Galdós escribía contra los moderados, unas "momias animadas", decía, "revestidos de esa cómica seriedad que caracteriza a los anticuarios"; lo mismo que contra la Unión Liberal, una pléyade "presupuestívora". Y atizaba a los neocatólicos, un partido amigo de las tinieblas, (…), que se aprovecha de las sombrías dudas del alma, del terror, del arrepentimiento para urdir sus tramas arteras.
El ideario de Galdós era francamente sencillo: el régimen era una farsa en mayor beneficio de una casta que gobernaba de espaldas al pueblo. La solución era construir un verdadero Estado liberal, gobernado por los representantes de la voluntad popular, para reformar el país. La culpa, para Galdós y casi todos, era de los Borbones, por lo que aplaudió la revolución de 1868 que los destronó, y ya pudo entonces escribir:
¡Qué familia, santo Dios! En la fisonomía de todos ellos se observaban los más claros caracteres de la degradación. Ni una mirada inteligente, ni un rasgo que exprese la dignidad, la entereza, la energía, el talento.
En uno de sus giros políticos, Galdós se situó entre los liberales de orden, o quizá el inteligente José Luis Albareda supo atraerlo a una de sus publicaciones, la sólida La Revista de España. Al parecer, la amistad entre Albareda y Galdós era muy estrecha; al punto que le confió la dirección de la revista, y luego de El Debate (1871-1872). De ese paso por el lado ordenado del liberalismo han quedado sus novela La Fontana de Oro (1870) y El audaz (1871), en las que mostraba su desconfianza hacia la democracia populista; esa que parece poderlo todo por y para el pueblo, y que acababa siempre en Dictadura y víctima de los engaños de los enemigos de la libertad.
Los artículos de Galdós entre 1869 y 1873 criticaban por igual a la "demagogia blanca" del carlismo, que se había vuelto a levantar en armas contra la libertad –lo que asentó su anticlericalismo-, que a la "demagogia roja", la de esos republicanos admirados por la Comuna de París, y de esos comunistas sedientos de venganza y envidia contra las clases acomodadas, y que aspiran a reformar las condiciones de trabajo y de la propiedad, realizando el ideal de la holgazanería y de la miseria.
Empezó entonces la redacción de los Episodios Nacionales, un retrato magistral de la sociedad de su tiempo, pero que esconden en su quinta serie, la del Sexenio, escrita entre 1907 y 1912, los fracasos republicanos, y su apoyo personal a Sagasta y Amadeo de Saboya. Esta identificación le valió su elección como diputado cunero, ya en 1886, por un distrito de la isla de Puerto Rico que nunca llegó siquiera a visitar. En una vuelta de tuerca, esta participación en la corrupción la usó al final de su vida para criticar al régimen, y llegó a declarar:
Yo nunca había sentido gran vocación por la política; pero sin esperarlo y por obra y gracia de Ferreras, me encontré de pronto con la investidura de representante de la nación.
Los vientos regeneracionistas tras el 98 también afectaron a Galdós, que dio rienda suelta a su anticlericalismo en Electra (1901), cuyo éxito provocó la caída del gobierno conservador, y su sustitución por el último de Sagasta. Regresó entonces a esa descripción de la casta -la oligarquía, se decía entonces-, contra el pueblo que se había apuntado en La desheredada (1881), Fortunata y Jacinta (1887), Misericordia (1897), y el mundo gris, absurdo y corrupto de Miau (1888). La solución, dijo, era una república que cambiara de arriba abajo el país. Anunció en un artículo del 6 de abril de 1907 su ingreso en el republicanismo, asegurando que:
Jamás iría yo adonde la política ha venido a ser, no ya un oficio, sino una carrerita de las más cómodas, fáciles y lucrativas, constituyendo una clase, o más bien un familión vivaracho y de buen apetito que nos conduce y pastorea como a un dócil rebaño.
Los republicanos le llevaron al Congreso en las elecciones de 1907 por Madrid, donde obtuvo el 43% de los votos, casi 17.000. El regeneracionismo y la oposición al conservadurismo unieron a liberales, republicanos y demócratas en el Bloque Liberal, del cual Galdós se convirtió en uno de sus portavoces diciendo en su "Alocución al pueblo español":
Ha llegado el momento de que los sordos oigan, de que los distraídos atiendan, de que los mudos hablen (para acabar con) la mayor barbarie política que hemos sufrido desde el aborrecido Fernando VII.
Esta deriva llevó a Galdós a ser fundador de la Conjunción republicano-socialista de 1909, que presentó en Madrid espetando que la "fuerza resultante hará retemblar de alegría" el país. Esto le llevó de nuevo al Congreso en 1910, año en el que estrenó Casandra, un alegato de la "inminente" victoria del pueblo sobre la casta. Esto le costó una violenta campaña clerical y conservadora para que no le fuera concedido el premio Nobel. La salud tampoco le acompañó: la ceguera avanzó, y dejó la política en 1916, tras salir elegido diputado por Canarias. No le faltó ironía al decir, ya en sus últimos días, que al mismo tiempo que:
Mis ojos vuelven a ver la luz, renace esplendente en mi espíritu la imagen de la Segunda República española, amaestrada por el tiempo.
Se equivocó entonces; no en el diagnóstico, sino en la solución, como muchos otros.