Hay que poner un bingo en la Academia de la Historia, no como una dotación más del deteriorado engendro, sino para sustituirla. En España, las instituciones están en una grave crisis. Ya decía el premio Nobel Gabriel García Márquez que el peor enemigo del castellano es la Academia de la Lengua. Pues la de la historia no le anda a la zaga.
La Academia de la Historia demuestra día a día que no le interesa la historia. En el caso del valiente general y gran estadista Juan Prim y Prats ni siquiera aparenta querer enterarse de qué ha pasado durante el reciente bicentenario de su nacimiento. Incluso si se invita a la dirección a interesarse por el vuelco histórico, gratis total, ni siquiera responde.
Ha habido un presunto historiador que ha dicho que el hecho de haber descubierto que el general fue estrangulado no le añade nada, cuando cambia todo lo sucedido. Esta parece ser la postura de la institución que sería más rentable cambiar por un bingo que sirviera de sosiego en vez de un vetusto organismo que no añade sino confusión al conocimiento de nuestro legado.
En el caso de la Academia de la Historia, sus gerifaltes ni siquiera sienten curiosidad por saber qué base tiene el estudio riguroso, científico e irrefutable, sino que siguen en la estela del antiguo director que, en medio de un gran escándalo y en plena democracia, dedicó sus mayores esfuerzos a pulir la entrada sobre Franco del diccionario biográfico para que no tuviera que decir que fue un dictador, dando cuenta de lo acabada que está la institución, hoy sólo refugio de vacuas vanidades.
La Academia es un olvidado lugar donde se festejan unos a otros y apuestan por el inmovilismo y el franquismo por razones que no digo aquí porque de la prolijidad se suele engendrar el fastidio.
A muchos presuntos historiadores españoles les repatea ir a las fuentes o recoger documentos. De hecho se ha descubierto que en este gran asunto histórico que cambió de raíz la historia de España, lo que más han hecho ha sido copiarse unos a otros. La aversión de algunos por la comprobación con el documento original queda clara por ejemplo en la partida de defunción de Prim. En todos los manuales que recogen la mentira convertida en historia figura como día de la muerte el 30 de diciembre de 1870, cuando la partida de defunción pone que fue el 31.
Excepto el investigador José María Fontana nadie ha hecho un uso realista de ella: las dos fechas son falsas e imposibles pero la del 30, además, está claramente inventada.
La Academia de la Historia, a la sombra de la corona y fuertemente subvencionada por el ministerio correspondiente, está en una crisis terminal que no le permite otra cosa que dar menos conferencias que el Ateneo y ofrecer presentaciones de libros que no pueden ni compararse con las de la Fnac, a la vez que sirve de refugio a la caduca aristocracia, puesto que tiene entre sus académicos al menos a tres marqueses, dos duques y una condesa. Sufre una doble crisis: la de los tiempos y la suya propia.
La Academia de la Historia surgió como tertulia para debatir sobre los hechos históricos y fue el rey Felipe V quien la tomó bajo su protección e impulso. Hoy día como no debate socialmente sobre nada y nada le interesa debe considerarse que ha cumplido su función y darle cerrojazo.
Es peor que existan instituciones como esta que disfrazan la realidad y hacen creer que un problema está resuelto cuando sólo está burdamente tapado.
Pase lo que pase, la Academia de la Historia no está ni se la espera. Ni impulsa estudios, ni los examina, ni da su opinión, ni favorece el debate, ni busca el conocimiento de lo ocurrido, ni divulga los hallazgos, ni la actualidad histórica. Sería por tanto de mayor sosiego, solaz y aprendizaje para el pueblo soberano que en su caserón se instalara una sala de sano entretenimiento con acceso libre donde pudiera mostrarse la historia que no propende. Con el cante de los números del bingo: "El 1, Unamuno; el 14, la República; el 36, la Guerra…" se aprende más verdad histórica que la que la Academia representa.