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Amando de Miguel

El arte retórica en la época del 'power point'

Ha sido una desgracia colectiva la sustitución de los exámenes orales por las pruebas escritas, peor aún las de 'tipo test'.

Algunas veces (más bien pocas) he utilizado diapositivas en mis clases y conferencias. Ahora tendría que valerme del power point, expresión bastante desafortunada. Se trata de proyectar textos o imágenes en una pantalla a través del ordenador, mientras el orador sigue hilvanando su discurso. Se hace un uso desproporcionado de tal medio expositivo, quizá porque se piense que así uno está más al día en el progreso científico. Pero tengo mis reservas sobre el uso –y no digamos el abuso– de tales tecniquerías.

Bien está la proyección de imágenes (dibujos, esquemas, fotografías) mientras se habla, pero solo con la condición de que el asunto de la clase o la conferencia merezca tal representación. Lo malo es cuando el dispositivo sirve solo para destacar algunas palabras o frases del orador. En tal caso se puede producir un efecto no deseado: el auditorio se distrae con la pantalla y no mira al conferenciante ni, por tanto, le hace mucho caso. En definitiva, se trunca un tanto la comunicación. Puede que el orador se sienta así más seguro, pero su discurso parece poco eficaz.

Hoy como ayer, el mejor conferenciante es el que percibe que las personas de la sala le siguen con la mirada y los otros sentidos. He tenido algunos estudiantes ciegos y he notado cómo seguían mis explicaciones con una especie de mirada interior. Me refiero a algo indescriptible pero real, efectivo. Es un caso límite. El ciego percibe en los sonidos muchos más matices que los videntes.

Una explicación del éxito del power point en las clases, conferencias y reuniones de todo tipo es que los intervinientes se sienten inseguros. Es la lógica reacción de quien tiene poco que decir y viene obligado a dirigirse a un público. Estamos ante una especie de nerviosismo que acomete a los actores de cualquier espectáculo.

"Más vale una imagen que cien palabras" (o mil, o las que sean). Falso. Todo depende de qué palabras o imágenes se utilicen. No creo que Castelar hubiera sido más efectivo en su famoso discurso si hubiera figurado una pantalla con los fotogramas de una película sobre Moisés en el Sinaí.

Ha sido una desgracia colectiva la sustitución de los exámenes orales por las pruebas escritas, peor aún las de tipo test. Los alumnos no aprenden a expresarse en público, a pesar de que muchos de ellos vendrán obligados a esa acción en sus futuros trabajos. Un doctor universitario puede llegar a catedrático sin que haya tenido que superar la prueba de dar una lección magistral delante de sus colegas. En su lugar, lo que debe aprender es a rellenar formularios y presentar currículos y certificados.

El buen orador debe saber que su discurso no es para convencer al auditorio sino para hacer que piense. No es tarea fácil, pues pensar es actividad costosa, al menos de energías. Ni qué decir tiene que el buen orador nunca debe leer su intervención, aunque es conveniente que la lleve escrita. Se trata de una condición que parece contradecir el aprecio de los españoles por la capacidad de improvisación. Déjese tal virtud para otra ocasiones festivas.

Aunque el tema del discurso sea objetivo o abstracto, se agradece que el orador descienda a ilustrarlo con ejemplos, y mejor aún si se exponen en primera persona. Es conveniente que el exordio del discurso manifieste alguna reflexión más o menos graciosa o por lo menos mundana.

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