Todos los años, el acto de entrega de los Premios Príncipe de Asturias suscita muchas reflexiones y comentarios. En esta ocasión, lo más aplaudido, sin duda, ha sido el discurso de don Felipe (el primero que ha pronunciado allí siendo Rey), bastante distinto a los anteriores, por su fondo y por la forma de pronunciarlo.
Lógica simpatía han despertado, también, la figura de Quino, el creador de Mafalda, por su delicado estado de salud; la periodista congoleña Caddy Adzuba, defensora de las mujeres que han sido víctimas de la guerra y la violencia sexual; el historiador francés Joseph Pérez (de origen valenciano), que defendió la contribución de España a la civilización universal...
En medio de figuras y temas tan atractivos, corre peligro de pasar algo inadvertido el Premio de Cooperación Internacional, concedido al Programa Fulbright, cuya importancia quiero subrayar. Lo hago –aclaro– desde la total independencia: nunca he tenido la menor relación con esa institución.
Si no me equivoco, el senador Fulbright creó este Programa en 1946, al concluir la Segunda Guerra Mundial: quería facilitar los intercambios culturales, como un instrumento para la paz y la amistad entre las naciones. Más allá de las palabras, se ha extendido a más de 300.000 participantes, en más de 150 países.
Por lo que a nosotros nos afecta, gracias a sus becas, más de cinco mil españoles han podido completar sus estudios en los Estados Unidos (y más de dos mil norteamericanos han hecho lo mismo, en España). En las dos direcciones, esos viajes han debido de ser utilísimos para su formación; y, también, para contribuir a desechar prejuicios, nacidos de la ignorancia.
En la lista de los que han recibido estas ayudas se incluyen personajes que, luego, han obtenido el Premio Príncipe de Asturias, varios Premios Nacionales... Cito de memoria solamente a dos ilustres amigos míos, Miguel Delibes y Fernando Lázaro Carreter, que disfrutaron de esta ayuda en su juventud.
Más allá del reconocimiento debido, me importa sacar alguna enseñanza. Con frecuencia, leo y escucho lamentos por los jóvenes españoles que "se ven obligados a marchar al extranjero". Mucho más acertados me parecen los que defienden que una etapa de perfeccionamiento y especialización (no de vacaciones) es absolutamente recomendable, casi debería ser obligatoria, para nuestros estudiantes de talento. (Habría, eso sí, que facilitar su reinserción posterior, en nuestro país). Cerrarse dentro de una frontera sólo conduce al paletismo y la mediocridad: la realidad cotidiana nos lo muestra de sobra.