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Pedro Fernández Barbadillo

¿Fue Nixon tan malvado?

Nixon jugó el mismo juego que los demás. Su antipatía con los periodistas y sus paranoias se volvieron en su contra.

Nixon jugó el mismo juego que los demás. Su antipatía con los periodistas y sus paranoias se volvieron en su contra.

La muerte de Ben Bradlee, el periodista que era director del periódico Washington Post y tomó la decisión de publicar las investigaciones de sus redactores Carl Bernstein y Bob Woodward sobre un allanamiento del cuartel general del Partido Demócrata, en el hotel Watergate de Washington, nos hace recordar al presidente de EEUU Richard Nixon, del que la generación Logse sólo sabrá que fue echado del poder por el inmenso delito de haber espiado a sus rivales de la oposición, cosa que en Europa han hecho Felipe González en España o François Mitterrand en Francia

Cristina Losada ya explicó hace unos días que la causa principal de que el caso del Watergate acabase con la dimisión de Nixon (agosto de 1974), que había ganado las elecciones de noviembre de 1972 con una victoria apabullante sobre el candidato demócrata, el izquierdista George McGovern, con un 60,7% del voto popular frente a un 37,5, fue que el Partido Demócrata controlaba las dos cámaras del Congreso, que según la Constitución podía juzgar y destituir al presidente: desde las elecciones de noviembre, los demócratas tenían en la Cámara de Representantes 242 escaños, frente a los 192 de los republicanos, y en el Senado 56 frente a 42.

Por la misma razón, en diciembre de 1998 la Cámara de Representantes, con mayoría republicana, comenzó el proceso contra el presidente Clinton, demócrata, por perjurio y obstrucción a la justicia. La destitución fue rechazada en febrero de 1999 porque en el Senado los demócratas tenían la mayoría, no porque las acusaciones fuesen falsas. Posteriormente, Clinton reconoció que había mentido a los investigadores del caso Lewinski; es decir, había sido un perjuro, pero eso no importaba a sus correligionarios.

Los tratos de Roosevelt con Hoover

El primer presidente que sabemos recurrió a los pinchazos de teléfono y las grabaciones para conocer las debilidades y los planes de sus rivales fue Franklin D. Roosevelt (1933-1945), también el primero que vulneró la costumbre de no servir más de dos mandatos y el único que nombró a todos los magistrados del Tribunal Supremo. Recurrió al untuoso Edgar J. Hoover, director del FBI, para que los agentes federales espiasen a sus rivales.

Entre 1933 y 1941, desde el inicio del New Deal hasta la entrada de EEUU en la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt había tenido mucha oposición en la prensa, el Congreso y el Tribunal Supremo.

Como cuenta Anthony Summers, Roosevelt recurrió a Hoover para cantidad de trabajillos sucios: investigar a quienes remitían telegramas a la Casa Blanca contrarios al rearme y al servicio militar obligatorio, presionar a los editores del Chicago Tribune para que cerrasen el periódico, espiar a su propia gente...

Roosevelt tenía pocos escrúpulos a la hora de que el Ejecutivo se dedicara a pinchar teléfonos. Según se dice, empleó a Edgar para espiar las conversaciones de uno de sus antiguos consejeros, Tommy Corcoran, el Corcho, e incluso solicitó que se espiara a uno de los miembros del gabinete, el director general de Correos, Jim Farley. (...) También se dice que durante la campaña electoral de 1944 facilitaba a la Casa Blanca los resultados del espionaje telefónico de que eran objeto los políticos republicanos.

El demócrata Roosevelt también se anticipó al republicano Richard Nixon en grabar las conversaciones del Despacho Oval. En 1940 había hecho que se colocase un micrófono en su lámpara de mesa, unido a un equipo experimental y muy voluminoso en el sótano de la Casa Blanca. Entre los asuntos tratados estuvo la política de Estados Unidos respecto a Japón.

Johnson mandó a la CIA espiar a norteamericanos

Otro demócrata, el presidente Lyndon B. Johnson (1963-1969), puso a la CIA, encargada del espionaje en el exterior de EEUU, a espiar a ciudadanos norteamericanos en el propio país. Sucedió después de la primera gran manifestación contra la guerra de Vietnam, en octubre de 1967. Johnson ordenó al director de la agencia, Richard Helms, que lo hiciese, aunque éste le advirtió de que lo que le mandaba era ilegal. Según Helms, Johnson le respondió que lo sabía, pero que lo que quería era que la CIA siguiese la pista "de los comunistas extranjeros que están detrás de esta intolerable injerencia en nuestros asuntos internos" (Legado de cenizas, de Tim Weiner).

La CIA comenzó inmediatamente un programa de vigilancia interna con el nombre de Chaos, que incluía la vigilancia del correo, la infiltración de agentes en los grupos contrarios a la guerra de Vietnam y las universidades y la recopilación de información sobre los blancos mediante relación con sus vecinos y círculos de amistades.

Once agentes de la CIA se dejaron crecer el pelo, se aprendieron la jerga de la nueva izquierda y se infiltraron en grupos pacifistas tanto de Estados Unidos como de Europa. La agencia elaboró un índice informatizado de 300.000 nombres de personas y organizaciones estadounidenses, además de extensos expedientes sobre 7.200 ciudadanos. Además, empezó a colaborar en secreto con los departamentos de policía de todo el territorio estadounidense. (…) Por orden del presidente, transmitida a través de Helms y del secretario de Defensa, la Agencia de Seguridad Nacional dirigió su inmensa capacidad de escucha contra los propios ciudadanos.

Aunque Helms declaró a Johnson que la CIA no había encontrado ninguna prueba de la relación de los líderes contrarios a la guerra de Vietnam con Gobiernos extranjeros, el presidente ordenó mantener el programa. Nixon se lo encontró operativo y lo mantuvo. El programa Chaos se descubrió a raíz del Watergate y fue investigado por varias comisiones gubernamentales.

El FBI pinchó el teléfono de una asesora de Nixon

Nixon sufrió el espionaje. En la primavera de 1967, cuando preparaba su segunda campaña presidencial, el republicano contrató como asesora sobre el Sudeste Asiático a Anna Chennault, la viuda del teniente general Claire Chenault, jefe de las operaciones aéreas en China durante la Segunda Guerra Mundial y luego colaborador del régimen del Kuomintang en Taiwán.

Según los cables de la embajada de Vietnam del Sur en Washington interceptados por la Agencia de Seguridad Nacional, el Gobierno de Johnson descubrió que Chennault transmitía al presidente Thieu la petición de que se negase a aceptar unas negociaciones de paz hasta que se hubiesen celebrado las elecciones presidenciales en EEUU, con la previsible victoria de Nixon, que le ayudaría a obtener unas mejores condiciones.

La reacción de Johnson, que quería sacar Vietnam de la campaña electoral y al que Nixon le había prometido en agosto de 1968 que no se inmiscuiría en las negociaciones, fue ordenar al FBI que pinchase los teléfonos de Chennault. Ninguna de las grabaciones obtenidas entonces se difundió, porque ello le habría supuesto a la Casa Blanca reconocer que espiaba al círculo de Nixon cuando el vicepresidente de Johnson, Hubert Humphrey, competía por la presidencia.

En conclusión, Nixon jugó el mismo juego que los demás. Su antipatía con los periodistas y sus paranoias se volvieron en su contra.

Con el demócrata Obama en la presidencia, el Ejecutivo dio un paso más en el uso del Estado contra los ciudadanos: se autorizó a la CIA a espiar y asesinar a ciudadanos estadounidenses en el extranjero sospechosos de estar implicados en futuros ataques terroristas a EEUU, con lo que se violaban todos los derechos constitucionales, desde el derecho a un juicio al derecho a conocer las pruebas de que dispone el Gobierno federal.

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