Escribe Robin Prior:
Alguna ironía hay en que Gran Bretaña, el país que más abiertamente se enfrentó a la Turquía otomana, fuera el mismo que durante los últimos cien años intentara sostener al 'hombre enfermo de Europa' ante sus enemigos.
Eso es más que una ironía, es una contradicción que exige una explicación. Inglaterra tuvo muy buenas razones para proteger a los turcos. Incluso antes de que se abriera el canal de Suez, cosa que ocurrió en 1869, el Mediterráneo Oriental era la ruta natural hacia las posesiones más importantes del imperio británico. Era esencial que los turcos controlaran los estrechos e impidieran que la flota rusa accediera al Egeo. En la Guerra de Crimea (1853-1856), franceses y británicos se enfrentaron a Rusia precisamente para impedir que el zar se adueñara de Constantinopla, algo que en San Petersburgo se consideraba muy natural, puesto que se sentían, por ser la principal iglesia ortodoxa, herederos de Bizancio.
Además, para San Petersburgo, el control de los estrechos y de Constantinopla era un objetivo algo más que religioso. Por los estrechos pasaba gran parte del comercio ruso y, estratégicamente, tener una salida a aguas cálidas había sido una aspiración secular. Por lo tanto, la posibilidad de apoderarse de los estrechos fue probablemente la principal razón por la que los rusos en julio de 1914 respaldaron firmemente a Serbia y se arriesgaron a que estallara el conflicto general que finalmente se produjo.
Era lógico pues que, una vez entrada Turquía en guerra, los ejércitos ruso y otomano se buscaran para enfrentarse el uno al otro. Lo que no lo es tanto es que Londres pusiera su armada al servicio de los objetivos estratégicos del zar. Y, sin embargo, eso fue lo que ocurrió. Rusos y turcos chocaron durante el invierno de 1914-1915 en el Cáucaso. Cuando pareció que los turcos prevalecerían, el Gran Duque Nicolás pidió a los ingleses que les apretaran por el otro lado para ver si así se veían obligados a distraer tropas del Cáucaso. Lo normal hubiera sido que Londres hubiera dado largas, pero no fue así.
Kitchener, secretario de Guerra, y Churchill, primer lord del Almirantazgo, decidieron intervenir en los Dardanelos. El plan pergeñado por ambos consistió en enviar una flotilla, forzar el paso por el estrecho, plantarse en el Mar de Mármara, llegar hasta Constantinopla y obligar a Turquía, bajo la amenaza de bombardear su capital, a rendirse. Eso permitiría, se pensó, atacar a Austria-Hungría y a Alemania desde el sur y romper así el punto muerto en el que estaba el frente occidental. No sólo eso, sino que Churchill telegrafió al Gran Duque Nicolás sugiriéndole que sus barcos del Mar Negro atacaran simultáneamente el Bósforo y que tuviera en Crimea un contingente preparado para tomar la capital turca cuando los barcos ingleses se hallaran frente ella. La verdad es que, paradójicamente, cuando llegó la respuesta inglesa los rusos ya habían derrotado a los turcos en la batalla de Sarikamish y ya no era necesario que los ingleses intervinieran.
Las explicaciones habituales que los historiadores dan a esta decisión abiertamente contraria a la política seguida por Londres durante un siglo van desde la necesidad de romper el estancamiento en el frente occidental hasta las ansias de Churchill de montar una operación que permitiera a la Armada decidir la guerra. Y es seguro que estos factores influyeron, pero hubo más. El imperio británico se basaba en la supuesta superioridad occidental, lo que justificaba que una potencia como ella tuviera sometida en calidad de colonias a buena parte del globo. El instinto imperialista empujó a Londres a dar una lección al enemigo no occidental que había osado entrar en guerra en el bando contrario al de los ingleses. Más importancia tuvo el que los turcos organizaran una atrevida operación militar contra el Canal de Suez en respuesta a la toma de Basora y a la penetración británica en Mesopotamia. Era lógico que Constantinopla respondiera al golpe británico en el Golfo Pérsico, pero hacerlo contra el canal de Suez, el lugar estratégicamente más importante para Gran Bretaña junto a Gibraltar, constituía una provocación que los ingleses no podían ignorar. Por otra parte, pudo servir para convencerles de que ya no era Rusia la principal amenaza para sus rutas comerciales en el Mediterráneo, sino Turquía, que aun siendo débil era ahora aliada de la poderosa Alemania. Con todo, lo más importante debió de ser la codicia. Tras desafiar a Gran Bretaña, Londres no podía permitirse que Turquía sobreviviera. Destruirla podría traer ventajas para los rusos, pero estarían sobradamente compensadas por el botín con el que los ingleses (y los franceses) podían hacerse en Oriente Medio. A tales efectos, Londres había puesto sus avariciosos ojos no sólo en Mesopotamia, también en la península arábiga y en el Sinaí.
El caso es que la operación en los Dardanelos se puso en marcha conforme al plan primitivo. En marzo de 1915 una flota anglo-francesa bombardeó los fuertes y las defensas de Turquía tanto en el lado europeo como en el asiático. Lograron destruir los cañones fijos de grueso calibre, pero no pudieron acabar con las baterías móviles. Cuando la flotilla intentó pasar, encabezada por una serie de remolcadores con tripulaciones civiles que hicieron la función de dragaminas, tuvieron que darse la vuelta, incapaces de soportar la lluvia de proyectiles procedente de ambos lados del estrecho tras perder un tercio de la flota.
A finales de abril montaron los ingleses una operación de desembarco en el lado europeo, en la península de Galípoli. Contaban con el cuerpo expedicionario de australianos y neozelandeses (Anzac), que se estaba entrenando en Egipto, y con fuerzas venidas de las islas, además de algunas tropas francesas. Los desembarcos tuvieron un éxito relativo y en los seis lugares donde se llevaron a cabo se establecieron cabezas de playa capaces de resistir el contraataque turco. Sin embargo, tal y como se venía demostrando desde que inició la guerra en agosto del año anterior, fue imposible con los recursos tácticos de la época superar a unos resueltos defensores bien atrincherados, siempre capaces de rechazar sucesivos asaltos con las terribles ametralladoras. Hubo algún desembarco más con el mismo resultado, éxito al establecer la cabeza de playa, pero incapacidad para penetrar en el territorio. De ahí en adelante las posiciones apenas se movieron. Para superar las defensas turcas habría sido necesario, como estaba ocurriendo en todas partes, disponer de una abrumadora mayoría de fuerzas y medios que los ingleses no tenían. La guerra de trincheras que se desarrolló de ahí a final de año causó aproximadamente un cuarto de millón de bajas en cada bando hasta que, en diciembre, Londres decidió que lo más prudente era retirarse.
El fracaso de Galípoli acabó momentáneamente con la carrera de Churchill. Sin embargo, los ingleses continuaron batallando contra los turcos en Oriente Medio, donde su esfuerzo de guerra fue pagado con generosidad al final de la contienda. Tuvieron además mucha suerte porque, aunque Turquía perdió, continuó poseyendo los estrechos gracias a que Alemania, antes de ser derrotada, se ocupó de vencer a los rusos e impedir que se hicieran con Constantinopla. Ni en el mejor de los sueños pudieron los ingleses imaginar un final mejor, repartirse los despojos más valiosos del imperio otomano sin tener que consentir a los rusos hacerse con los estrechos. Vistas así las cosas, la derrota sufrida en Galípoli fue casi una bendición porque, de haber vencido los ingleses, los rusos hubieran tenido ocasión de hacerse con los estrechos y quién sabe si la derrota ante Alemania hubiera bastado para que los devolvieran. Al final, los británicos tuvieron ocasión de hacerse con todo el petróleo turco sin tener que ceder a cambio a los rusos los estrechos. No hay en la historia militar moderna un caso igual a Galípoli, donde la derrota sufrida por los ingleses les proporcionó a la larga más beneficios de los que esperaban obtener venciendo.
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