Una semana y media después de que Alemania hubiera invadido Bélgica, el 15 de agosto de 1914, Japón lanzó un ultimátum al imperio germánico. Berlín lo rechazó y una semana más tarde Alemania y Japón estaban en guerra. Las dos exigencias que contenía la nota y que fueron rechazadas por el káiser fueron: 1ª) que todos los navíos de guerra alemanes abandonaran las aguas chinas; 2ª) que el Reich cediera a Japón su concesión en la bahía de Kiachow, en la provincia de Shantung, enfrente de la península de Corea, anexionada formalmente por Japón en 1910.
Desatendido el ultimátum, los japoneses enviaron una flota a tomar Tsingtao, el puerto de la concesión alemana, con la ayuda de una pequeña fuerza británica. El 10 de noviembre de 1914 la guarnición se rindió. Mientras esto ocurría en el continente, fuerzas neozelandesas tomaron la Samoa alemana, tropas australianas ocuparon la Nueva Guinea germana y la armada japonesa se apoderó de los archipiélagos de las Marianas, las Carolinas y las Marshall, eliminando las estaciones de radio que tenía allí instaladas la armada teutona.
Tradicionalmente, los historiadores atribuyen la intervención nipona a los deseos de Japón de incrementar su influencia en China. La situación era propicia a la rapiña de otras potencias. La derrota del imperio celestial en la guerra chino-japonesa de 1894-95 había hundido al país en una profunda crisis que, con la revolución de 1911, derivó en la instauración de una república. El nuevo régimen, sin embargo, no consiguió librarse de la sumisión a las potencias extranjeras. Al contrario, su debilidad fue cada vez más patente y en Japón creyeron que la guerra, con las potencias coloniales europeas aniquilándose al otro lado del mundo, les daba una oportunidad de aumentar su poder en China.
Para explicar por qué Japón intervino del lado de los aliados y no de las potencias centrales los historiadores recurren a la alianza británico-japonesa, existente desde 1902. La política británica en China desde los tiempos de la Guerra del Opio era la de obligar al imperio celestial a mantener las puertas abiertas al comercio con el resto de potencias extranjeras, pero sin establecer un dominio colonial sobre todo el país. No quería Londres que le pasara como en la India, donde lo que había empezado siendo una aventura comercial se convirtió en un dominio colonial que, produciendo muchos beneficios, acarreó igualmente cuantiosos gastos. Esta política no sólo significaba obligar a las autoridades chinas a mantener sus puertas abiertas al comercio y a establecer zonas con derecho de extraterritorialidad para que los comerciantes ingleses, europeos y norteamericanos no estuvieran sometidos a las leyes y autoridades chinas. Además había que impedir que ninguna potencia colonial sometiera China, porque eso significaría la expulsión del resto de los comerciantes extranjeros y por ende también de los británicos. A finales del siglo XIX y principios del XX quien amenazaba con poder hacer semejante cosa eran los rusos. Para Gran Bretaña, Rusia era un rival colonial imposible de combatir. Todo el poderío británico se apoyaba en su armada. Cualquier rival colonial que hubiera querido disputar a Gran Bretaña sus mercados, da igual que fuera Francia, Alemania, Estados Unidos o Japón, tendría que vérselas con la armada de Su Majestad británica, pues su acceso a los mercados controlados por los ingleses era necesariamente a través del mar. Sin embargo, para llegar a Persia, Afganistán, la India o China e imponer su ley, Rusia no necesitaba barcos, le bastaban soldados, porque podía llegar por tierra a los lugares de influencia británica desde su propio territorio sin tener que atravesar ningún mar.
Fue por tanto la necesidad de hacer frente al desafío ruso en Extremo Oriente lo que decidió a los ingleses a suscribir una alianza con Japón en 1902. Según los términos de lo pactado, cada uno de los firmantes se mantendría neutral si el otro se veía envuelto en un conflicto contra otra gran potencia y, en el caso de ser dos, a socorrerse mutuamente. De esa forma, si cualquiera de ellos chocaba con Rusia, se garantizaban la neutralidad del otro. Y si Rusia conseguía el auxilio de Francia, el otro socorrería al que se hubiera implicado en el conflicto. Para Gran Bretaña, la alianza significó el abandono del espléndido aislamiento. Para Japón, supuso la garantía de poder enfrentarse a Rusia con garantías de victoria. Y, en efecto, vencieron en la guerra ruso-japonesa de 1904-5 para deleite de los británicos, que vieron cómo además, a consecuencia de la derrota, su rival se desangró en una revolución que a duras penas pudo controlar.
En 1914 la alianza británico-japonesa había perdido parte de su razón de ser, pero al estallar el conflicto el secretario del Foreign Office, Sir Edward Grey, recurrió a ella para pedir ayuda a los japoneses a fin de que con su armada dieran escolta a los barcos mercantes británicos susceptibles de ser atacados por el escuadrón alemán destacado en el Pacífico. El entusiasmo con el que respondieron los japoneses inquietó a los británicos, que vieron cómo Tokio no se limitó a prestar la ayuda reclamada, sino que se apropió de parte de las posesiones alemanas en Extremo Oriente y amenazó con someter China hasta un punto más allá de lo que los ingleses hubieran considerado conveniente. Sin embargo, mientras sus hombres morían a miles en los campos de Francia y Bélgica, poco podían hacer para evitar que Japón extendiera sus tentáculos en China.
La culminación de esa política japonesa que tanto disgustaba a sus aliados, tanto británicos como rusos, culminó en enero de 1915 con la presentación al gobierno chino de lo que se conoce como las Veintiuna Exigencias. En las mismas, el gobierno japonés demandó al chino una serie de concesiones, algunas de ellas, las más hirientes, de naturaleza política. Al final, por la presión británica y por la resistencia china, Japón dejó de insistir en algunas, pero otras tuvieron que ser aceptadas, como por ejemplo la extensión de las concesiones en Port Arthur, Dairen y Manchuria, que databan de la guerra ruso-japonesa, o el reconocimiento de que la antigua concesión alemana fuera ahora de titularidad nipona.
La cuestión es que algunos historiadores han visto en esta intervención de Japón en la Primera Guerra Mundial un antecedente del panasiatismo en que se basó el proyecto imperial que Japón quiso imponer veinte años más tarde. Sin embargo, no es exactamente así. La intervención de Japón, y sobre todo el que lo hiciera del lado de Gran Bretaña, fue obra del ministro de Asuntos Exteriores, Kato Takaaki, anglófilo que tan sólo aspiraba a que Japón fuera aceptada como una gran potencia más, con la que había que contar y por lo tanto compartir la explotación colonial de Extremo Oriente. Para lo cual aspiraba a que Japón se convirtiera en una suerte de monarquía constitucional más o menos similar a la británica. Este punto de vista chocaba con quienes llevaron a cabo la revolución occidentalizadora en Japón casi medio siglo antes, que deseaban más bien un régimen donde el emperador disfrutara de poderes reales que repartiría entre sus cercanos consejeros bajo una no muy precisa fórmula constitucional. Tras la caída de Kato, en agosto de 1915, sin que eso significara el triunfo absoluto del genro, el cuerpo de asesores informales del emperador al que Kato se oponía, Japón empezó a construir una especie de Doctrina Monroe a lo asiático donde la extensión del imperio japonés se justificaría como un modo de expulsar a los invasores europeos y norteamericanos del continente y no como una forma de compartir con ellos el poder colonial.
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