Con cierta frecuencia, una noticia periodística intenta provocar un escandalillo literario, al pretender que las obras tradicionalmente atribuidas a William Shakespeare no las escribió él sino un aristócrata, un dramaturgo o un grupo de ellos: Francis Bacon, el conde de Oxford, Christopher Marlowe, etcétera. (No sé cuánto tiempo tardará algún presunto historiador catalán en descubrirnos que, en realidad, se trataba de alguien nacido en Tarrasa o en Palafrugell).
No me interesan demasiado estas especulaciones, más atentas a la anécdota novelesca que a lo que de verdad nos importa: unas obras dramáticas que constituyen la cima indiscutible del teatro universal. Si advertimos que hipótesis semejantes también se han formulado muchas veces sobre Cervantes, el sentido común nos dará una explicación bien clara: en los dos casos, existe una distancia tan enorme entre la obra gigantesca y lo que sabemos de la biografía de su autor que tendemos a rellenarla con novelerías. ¿Cómo pudo aquel soldado de Lepanto y recaudador de impuestos escribir "El Quijote"? ¿Es posible que un actor isabelino fuera capaz de crear tantas obras maestras? Claro que algo semejante podríamos preguntarnos sobre el pacífico padre de familia que fue Juan Sebastián Bach o el enigmático cortesano llamado Diego Velázquez...
Hay artistas de primera categoría pero de obra unitaria, que tocan una sola cuerda. Shakespeare sigue el camino radicalmente opuesto: en sus obras encontramos la más rica gama de personajes, de situaciones, de situaciones dramáticas, de escenarios, de motivaciones psicológicas. Es maestro de todos los géneros: la tragedia, el drama histórico, la comedia... Nos ofrece arquetipos psicológicos del ser humano (Hamlet, Otelo); la máxima comprensión de los malvados (Ricardo III) y los antihéroes (Falstaff); la cumbre de la retórica persuasiva (Julio César), de la magia poética (El sueño de una noche de verano) y de la comedia simbólica (La tempestad); el descenso a los más negros abismos de la desolación (Macbet, El rey Lear)... Todos los mundos posibles.
La barata sociología (por ejemplo, Jean Paul Sartre) dice que un escritor se dirige a sus compatriotas, a sus hermanos de época, raza y clase: ¡evidente! Pero también, si es realmente grande, escribe para los hombres de otros países, de otras razas y clases sociales, de todas las épocas. El mejor ejemplo de eso es Shakespeare.
Hace algunos años, causó sensación un libro de Jan Kott, Shakespeare, nuestro contemporáneo, donde mostraba la conexión de sus obras, por ejemplo, con Esperando a Godot y el teatro del absurdo: ¡por supuesto! Lo mismo podríamos decir nosotros del mejor Valle-Inclán. O recordar que William Faulkner, cuando quiere mostrar la complejidad del mundo inquietante que nos ha tocado en suerte vivir, toma el título de una de sus más famosas novelas (El ruido y la furia) del verso de Shakespeare: la vida es "a tale, told by an idiot, full of sound and fury, and signifying nothing". Y las novelas negras de Raymond Chandler (El sueño eterno) y Dashiell Hammett (El halcón maltés) recuerdan las misteriosas, conmovedoras frases de Shakespeare, en La Tempestad:
"Nuestros divertimentos han dado fin. Esos actores, como os había prevenido, eran espíritus, todos, y se han disuelto en el aire, en el seno del aire impalpable. Y, a semejanza del edificio sin base de esta visión, las altas torres, cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y cuanto en él descansa, se disolverá, y, lo mismo que la diversión insustancial que acaba de desaparecer, no quedará rastro de ello. ESTAMOS TEJIDOS DE IDÉNTICA TELA QUE LOS SUEÑOS Y NUESTRA CORTA VIDA RODEADA ESTÁ DE SUEÑO".
Por eso, no es retórica decir que en Shakespeare está todo: toda la literatura y toda la vida. ¿Un solo hombre puede haberlo creado? Sí, igual que la obra de Bach, de Cervantes, de Velázquez... A ese misterio le solemos llamar, simplemente, genio. Y es lo que, pese a todo, nos mantiene la esperanza en el ser humano.