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De Soto y Lula, contra Proudhon

Mientras nuestros profesionales del nunca máis global hacen cola para ofrecer sus presentes al dios del lugar común, la idea no pensada y el latiguillo recurrente, uno puede leer sus páginas consolándose de que, por fortuna, la globalización de la idiocia todavía no se haya producido.

Pongo el canal autonómico catalán y alguien —no recuerdo cómo dijo llamarse— que es presentado como un cantautor que no renuncia al “compromiso” augura que los norteamericanos se van a meter “en un nuevo Vietnam”, y, ante un público de plató que pone cara de escuchar poco más o menos que al Oráculo de Delfos, ocupa la siguiente media hora del programa en ilustrarlos sobre las injusticias del desarrollo “desigual”, las tropelías del “imperialismo económico”, las afrentas históricas de las relaciones entre “el centro” y “la periferia”, y el derecho de “las culturas” a no sé qué. Cuando preveo que está a punto de decir que Alá es grande, me paso a La 2. Pero ahí me estaba esperando el pesado de Saramago (a los que les impresione su Nobel habría que recordarles que en su día también se lo dieron a Benavente ) para explicarme que sin globalización, es decir, con aranceles, contingentes a las importaciones, reglamentaciones que dificulten los intercambios y guardias de la porra persiguiendo a los contrabandistas por el monte, se vive mejor. Y como sospecho que si pongo Telecinco me voy a encontrar a Ramoncín ofreciéndome una alternativa racional y progresista a la política hidráulica del PP, prefiero apagar la tele y ponerme a escribir este artículo.

Que las opiniones sobre literatura de un gran economista no merezcan ni un segundo de la atención de nadie y que, sin embargo, las sentencias económicas de cualquier cantante de boleros políticamente correctos acaparen titulares y franjas de máxima audiencia en las cadenas es una de esas paradojas de las que tanto gustaba Chesterton , aquel católico inglés que decía que para entrar en las iglesias sólo hace falta quitarse el sombrero, no el cerebro. Tal vez por eso es más de agradecer que el metalúrgico Lula esté dando a entender con sus primeras medidas de gobierno que él, de momento, sí escucha a los científicos sociales, que son los que saben de qué hablan, cuando tiene que tomar decisiones económicas. Porque su iniciativa de extender títulos de propiedad sobre las favelas parece inspirada directamente por alguien que haya leído a fondo El misterio del capital , la última obra del economista peruano Hernando de Soto .

Y es que mientras nuestros profesionales del nunca máis global –esa tropa de arbitristas justicieros que va de los telepredicadores con traje de Hugo Boss al modesto profesor de instituto que repite a sus alumnos las letanías de los Vázquez Montalbán y Ramonet de guardia– hacen cola para ofrecer sus presentes al dios del lugar común, la idea no pensada y el latiguillo recurrente, uno puede leer sus páginas consolándose de que, por fortuna, la globalización de la idiocia todavía no se haya producido.

De Soto sale a las calles de los continentes de la miseria y observa un panorama económico que no se deja encasillar por los clichés teóricos elaborados en las factorías ideológicas de Occidente. Pasea por los zocos y contempla un hervidero humano de empresarios ( no es otra cosa quien monta un tenderete de venta ambulante) explotados, un mundo en el que el capital, lejos de ser escaso, sobra pero está desposeído de su capacidad para crear prosperidad; un espacio en el que el problema de la propiedad no es el de su reparto, sino el de su inexistencia. Desembarca en Indonesia y constata que sólo el siete por ciento de la tierra tiene un propietario claro, viaja a Egipto y averigua que el noventa y dos por ciento de los habitantes de inmuebles urbanos no tiene ningún título de propiedad sobre ellos, vuelve a su Perú y comprueba que el ochenta y uno por ciento de las viviendas rurales está en la misma situación de posesión informal.

Después, con el equipo técnico de su centro de estudios, se pone a hacer números y consigue alcanzar una estimación de cuál es el valor de los inmuebles en posesión alegal de los pobres del Tercer Mundo y de los habitantes de los países que acaban de salir del comunismo. Obtiene una cifra: nueve mil trescientos millones de millones de dólares. Cada uno de ellos, capital muerto, inútil para generar riqueza. Es más de veinte veces el total de la inversión directa extranjera en toda esa enorme región del planeta. Y no sirve para garantizar un solo crédito, para establecer una sola hipoteca inmobiliaria, para facilitar un contrato de seguro. No sirve para nada.

Si usted puede conseguir los recursos para montar o ampliar un negocio presentando una escritura ante una entidad financiera es gracias a que, desde 1889, existe el Código Civil, un entramado de normas que homogeneiza los derechos formales de propiedad y otorga la seguridad jurídica necesaria para que todas las partes sepan que no van a ser estafadas. Su existencia parece algo obvio, pero no lo es. Si hace 114 años no se hubiera hecho esa revolución que únicamente requiere de papel y tinta, usted sólo podría realizar contratos con familiares o gente muy próxima. Y en gran parte del mundo, como se demuestra en el libro de De Soto, los estados han sido incapaces de implementar ese motor legal que hace que circule la riqueza, una responsabilidad que es sólo suya.

Ahora, únicamente cabrá esperar a que cunda el ejemplo de Lula y algún cantautor se anime a echar un vistazo al libro para que, por fin, nuestros comprometidos se decidan a denunciar que la ausencia de propiedad es un robo.


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