Decía Edward Pinckney en 1973 en su obra La controversia del colesterol que "puede que estés haciendo a tu cuerpo miserable tres veces al día sin pretenderlo". Realmente, tal afirmación dicha en los colesterolfóbicos años 70 requería de mucho valor, pues aludía al peligro de estar siguiendo una dieta muy baja en grasas.
Cuando Ancel Keys lanzó su universal cruzada contra el colesterol y la grasa tras la Segunda Guerra Mundial, no contaba con el revés que supuso para su teoría el descubrimiento de las subfracciones de colesterol por parte de John Gofman en los años 50. Y es que a él le debemos que hoy distingamos entre colesterol bueno (HDL) y colesterol malo (LDL). Pero Keys no tardó mucho en incorporar las tesis de Gofman para reforzar su teoría contra las grasas; así, de la noche a la mañana, Keys aceptó las grasas monointuradas (aceite de oliva, que mejora el colesterol bueno o HDL) y focalizó su batalla en las saturadas (pues presuntamente aumentaban el colesterol malo o LDL).
Sin dificultades, la teoría de y contra las grasas la hizo suya la todopoderosa Asociación Americana del Corazón (AHA) en los años 60 y el propio Gobierno americano en los 70 a través de su Departamento de Agricultura. Así, la ciencia y la política se unieron tras la necesaria marginación de las principales teorías alternativas hasta entonces: la de los triglicéridos de Peter Ahrens o la de los carbohidratos refinados de Cleave o la del azúcar de Yudkin, todas ellas relacionadas entre sí.
Sin embargo, en los años 90 cuando todos se congratulaban de ser seguidores del nuevo dogma colesterolfóbico –so pena de excomunión de los círculos científicos dominados por la AHA y el Instituto Nacional de Salud (NIH) de EEUU–, nuevos hallazgos vinieron a detonar por completo la verdad oficial contra las grasas. Y el artífice fue alguien de dentro: Ronald Krauss, considerado parte de la élite científica de la nutrición norteamericana. Además, Krauss era en parte un aristócrata de la ciencia un tanto excepcional pues trataba de modo diario a pacientes. Tanto la revisión de estudios como su experiencia con pacientes le llevaron a convencerse de que el colesterol malo o LDL no era un factor importante de riesgo cardiovascular, o sencillamente no lo era.
Hoy aquella idea de Krauss tiene una importante y creciente aceptación. "No hay bases científicas para tratar los niveles de colesterol LDL", afirmaba en 2012 en la revista Circulation un cardiólogo de Yale. Pero, ¿cómo pudo Krauss confirmar sus observaciones? Sencillamente volvió a las investigaciones sobre las subfracciones del colesterol de Gofman en los 50, y los avances tecnológicos hicieron el resto. De este modo halló que el colesterol LDL podía dividirse en otros dos tipos: partículas grandes y ligeras frente a otras pequeñas y densas. Y eran sólo éstas últimas las que estaban vinculadas con riesgo cardiovascular, mientras que las grandes no.
Por tanto, para Krauss todo estaba ahora claro: los niveles de colesterol LDL no nos informan de nada, porque lo importante es saber qué niveles hay de partículas LDL pequeñas y grandes. De este modo, era más peligroso tener un LDL bajo formado básicamente por partículas pequeñas que un LDL alto de básicamente partículas grandes. Sólo este nuevo hecho era una afrenta a la industria de fármacos para reducir el colesterol LDL, pues éstos no discriminan entre partículas grandes o pequeñas.
Pero Krauss fue bastante más allá. ¿Cómo afecta la dieta a la composición de las partículas de colesterol LDL? Dejando atrás todo lo hasta entonces creído por el mainstream científico, confrontó a las grasas saturadas frente a los subtipos de colesterol LDL que descubrió. Y los resultados no fueron sino revolucionarios: las grasas saturadas aumentaban el colesterol LDL bueno de partículas grandes, mientras los hidratos de carbono (especialmente los refinados o el azúcar) eran los principales responsables de aumentar el colesterol LDL malo de partículas pequeñas.
Krauss, nadie lo duda por su comportamiento, fue bastante cauto a la hora de hacer valer sus descubrimientos. Y es que nadie quería pagar el precio de la marginación académica por salirse del status quo. No obstante, su influencia fue clara cuando en 1996 las recomendaciones dietéticas de la AHA (Asociación Americana del Corazón) distinguieron distintos ácidos grasos saturados. Por ejemplo, la grasa saturada predominante en la carne es en forma de ácidos grasos saturados esteáricos, un tipo de grasa saturada que mejora tanto el colesterol LDL bueno como el colesterol bueno o HDL. Aceptar que la grasa animal era beneficiosa para el corazón y que la dieta oficial baja en grasas era perjudicial a la luz de los nuevos hallazgos era algo demasiado difícil de tragar.
Lo que realmente hizo Krauss fue avivar la corriente científica que nunca había creído en la teoría de y contra el colesterol y que hasta entonces parecía dormir el eterno sueño de la estigmatización. Y aunque en los restantes años 90 y 2000 Krauss tuvo que hacer frente a una tromba de científicos colesterolfóbicos queriendo lapidarle académicamente (como Eckel y Lichtenstein en la AHA), no fue en vano.
En 2010, la Academia de Nutrición y Dietética de EEUU organizó un evento llamado El Gran Debate de la Grasa. Dariush Mozaffarian, una de las estrellas en epidemiología de Harvard, fue claro: "Los expertos deben focalizarse en los hidratos de carbono; es inútil seguir centrándonos en las grasas saturadas".