"En América no tememos más a Dios o a los comunistas, tememos a la grasa". Pocas frases como ésta –pronunciada por el científico David Kritchevsky al acabar la Guerra Fría– podrían resumir mejor la nueva ideología nutricional que Estados Unidos había exportado a todo Occidente y que en aquellos años 80 alcanzó sus momentos más álgidos. Fue, en pocas palabras, la grasofóbica ideología del bajo en grasa y alto en carbohidratos que pervive hasta nuestros días, aunque es bastante fácil de desmontar. Un muy reciente estudio, por ejemplo, concluye además que los carbohidratos, y no las grasas dietéticas, aumentan la grasa en la sangre.
Cómo se llegó hasta ahí puede ser un poco complejo de explicar. O quizás no tanto. La mayor parte se debe a una serie de personas fácilmente identificables. Se llaman políticos. Si en los 50 y 60 se produjo la mayor conflagración científica nunca habida a cuenta de la dieta entre los críticos de la grasa (Ancel Keys) y los críticos de los carbohidratos (Ahrens, Peters, Cleave), en los 70 llegó aquella clase política y gubernamental para dirimir, a su manera, como de costumbre ignorante, la cuestión. Es lo que podría denominarse la ciencia y la verdad por decreto, gubernamental por supuesto.
Un protagonista fundamental fue el llamado Comité McGovern, creado en 1968 en el Senado norteamericano con el propósito original de combatir la desnutrición. Fue en los 70 cuando advirtieron que combatir la desnutrición en EEUU tenía cada vez menos sentido así que, bajo la máxima de toda agencia política de no disolverse a ningún precio, de la noche a la mañana aquel comité acabó dirimiendo qué tipo de dieta había que recomendar.
Así, por arte de la política que todo lo puede (o eso pretende que creamos), la hasta entonces discutida hipótesis de que es la grasa en general y la saturada en particular la que produce enfermedades cardiovasculares y obesidad fue encumbrada a los altares de la verdad oficial. En realidad, es difícil exagerar cuán chapucero fue todo, pues resultaría chistoso si no fuese cierto que el demócrata McGovern, que dirigía este comité, tuvo un sesgo absoluto desde el principio para criticar la grasa porque él mismo estaba haciendo la entonces famosa dieta baja en grasa de Nathan Pritikin.
De aquel Comité salieron en 1977 los Objetivos Dietéticos para Estados Unidos. Bien es cierto que McGovern acabó dejando con escaso éxito su dieta baja en grasas, pero el daño ya estaba hecho: aquella tesis de que la grasa era poco menos que el demonio ya había sido convenientemente vendida a toda la nación americana. El redactor de estos Objetivos, Nick Mottern, celebró una "revolución en la dieta de nuestro país". Según las estadísticas, de los años 70 a los 2000, los estadounidenses han reducido su consumo calórico de grasa del 40% al 34% en su dieta. ¿Alguien puede decir que estén más sanos y delgados? Por cierto, si piensas que Mottern, el redactor de esos Objetivos, tampoco tenía mucha idea de nutrición, estarás en lo cierto. No dejaba en el fondo de ser otro progresista con ganas de salvar al mundo.
Pero aquel grupo dispuesto a salvarnos de la enfermedad y la obesidad agitando el muñeco de paja de la grasa no habría sido mucho sin Carol Tucker, la inefable activista de cualquier causa disponible a la vuelta de la esquina. Tucker fue secretaria de Agricultura en aquellos años tan demócratas como grasofóbicos de 1977 a 1981. "Come menos grasa. Vive más tiempo", fue una de las muchas ocurrencias en forma de eslogan de campaña.
Así acabó imponiéndose la moda del bajo en grasas introducida con el embudo de las élites políticas. El problema, para muchos expertos, es que esta moda duró y dura aún mucho, y ello a pesar de su más que dudoso éxito en forma de resultados.