Uday, el hijo de la ira
Al igual que Calígula nombrara senador a su caballo, Sadam designó máximo responsable de la seguridad nacional iraquí a Uday Sadam Husein, su hijo primogénito.
Pero la cleptomanía no es la tara más peligrosa del que, si el veto de Chirac a Estados Unidos lo facilitara, podría estar llamado a dirigir el Irak del futuro. Porque ya el Uday niño que ordenaba a sus guardaespaldas robar los coches de los padres de sus compañeros de colegio anunciaba patologías más inquietantes. Y es que, aún púber, gustaba de adornarse con un cinturón repleto de balas para asistir a las clases, un hábito que todavía no ha abandonado. Eso era en la época en la que, según revela la biografía oficial de su padre, soñaba con ser físico nuclear, puesto que “Irak necesitará científicos en ese sector cuando haya entrado en el club atómico”. Fue un anhelo que, por cierto, hizo realidad pocos años después, al licenciarse en la universidad con la nota más alta que jamás hubiera obtenido ningún estudiante en Irak, y seguramente tampoco en el resto del mundo. Ese impresionante currículum académico le valió ser nombrado rector de la Universidad de Ciencia y Tecnología Sadam, de Bagdad, justo al acabar la carrera.
De todos modos, y contra lo que se parecían augurar esos prometedores inicios, el futuro inmediato de Uday estaría más vinculado al mundo del deporte que al del pensamiento abstracto. Frecuentemente considerado una actividad de riesgo, en Irak el deporte empezó a serlo de un modo muy especial a partir de su designación para presidir el Comité Olímpico. Y no sólo por las palizas que, por indicación de Uday, suelen recibir los jugadores de las diferentes selecciones cuando pierden algún partido internacional, circunstancia que él atribuye a su baja motivación. Ocurre que los sótanos del edificio que alberga la sede olímpica en Bagdad, utilizados inicialmente por sus guardias para esa labor de estímulo al coraje de los deportistas, con el tiempo pasaron a tener un uso polivalente. Se habilitó allí una cárcel privada equipada con los más sofisticados instrumentos de tortura, y de cuya existencia no tendría noticia ningún organismo público, incluido su propio padre, Sadam. Sólo tras la fuga a Estados Unidos de su secretario personal, Abas Janabi , —sin duda, inducida por la costumbre que adquirió su jefe de arrancarle un diente con unos alicates cuando lo contrariaba— supo Sadam de esas mazmorras. La existencia de la penitenciaría personal (un espacio ocupado por una abigarrada multitud de empresarios reticentes a pagar comisiones, hijos de familias adineradas a la espera de que se pagasen sus rescates, y miembros de la Administración marcados por la ojeriza de su propietario) pronto fue vista como una forma de competencia desleal por el responsable institucional del terror de Estado, su tío Watban , el hermanastro de Sadam, que por entonces dirigía el Ministerio del Interior. Y la consiguiente disputa por la delimitación de competencias entre ambos acabó saldándose con un coste desigual; Uday perdió en ella una bala de su cartuchera, y Watban su pierna derecha, la diana móvil en la que el sobrino la incrustó. Pero no acabó ahí el desencuentro familiar. Resulta que en los dos hijos del cojo, que además de primos también eran cuñados del agresor, prevaleció la prudencia sobre la obligación tribal de vengar el honor del mutilado, y huyeron raudos del país.
En aquel episodio, el recurso torpe a la violencia congénita que ha heredado de su padre, irritó sobremanera a Sadam. Por culpa de esa incontinencia de Uday con el gatillo, uno de los fugados, Husein Kamel , que era el responsable del muy secreto programa de renovación armamentística del Ejército, revelaría a la CIA las características del arsenal de armas no convencionales que había almacenado para su suegro. Al final, como es sabido, los dos hermanos pagaron con sus vidas la afrenta de su deserción, y Uday fue castigado con la destitución en todos sus cargos oficiales. Por poco, se salvó esa vez de su segunda condena a muerte.
En su época de aplicado estudiante universitario, ya se había ganado una reprimenda paterna por asesinar a un marido celoso cuya esposa pretendía. Y otra más después de haber hecho lo propio con un coronel del Ejército por negarle de malos modos los favores de su hija. Pero Uday no gozó de la misma impunidad cuando mató a Geogeo . El tal Geogeo, que fuera hijo del cocinero personal de Sadam, en vida compaginaba el oficio de catador de las viandas del dictador con el de celestino para el mismo patrón. Y fueron los riesgos inevitables de ese segundo empleo la causa de su perdición. En medio de una fiesta en honor a la esposa del presidente egipcio, Mubarak , tuvo que sufrir Geogeo a bastonazos en la cabeza, hasta expiar, los celos de la hija de Jairallah, y la contundencia del amor filial de su primogénito. Al enterarse de lo sucedido, no fue menos visceral la reacción de Sadam. Ordenó procesar por asesinato a su hijo mayor. Y tuvieron que pasar unos meses hasta que los ruegos de la familia acabaran por ablandar el corazón del padre que lo engendrara. Ya amnistiado, Uday no tardó en dar pruebas de su rehabilitación. Tras una breve estancia en Suiza —que aprovechó para ganarse la expulsión del país al haber intentado acuchillar a un policía municipal de Ginebra— volvió a prestar sus servicios en la función pública iraquí. Y ahí sigue. La baraka que le desearon los miembros de la delegación de Al-Qaeda que Ben Laden envió a la gran fiesta de cumpleaños que celebró en 1998, siempre ha acompañado a Uday. Por eso, seguramente a estas horas esté confiando en que la movilización de todos esos millones de satisfechos pacifistas europeos vaya a ser suficiente para seguir conservándola.
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