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A CORTO PLAZO

Aprendiendo de las bacterias

En los viejos buenos tiempos de la Guerra Fría, el mundo parecía un lugar ordenado y predecible. Más allá de la vieja disputa entre la libertad y la igualdad, de las voluntades imperiales y del equilibrio del terror latía una coincidencia de fondo entre los dos sistemas.

Cada uno a su manera, trataban de hacer las cosas de modo que la incertidumbre se fuera minimizando cada vez más. Y sus maneras se parecían. Incluso su lenguaje era intercambiable. A ambos lados del Telón se hablaba con entusiasmo de planificación, de organigramas, de control, de pirámides de mando, de diseño de escenarios. De largo plazo. Parecía que el que fuese capaz de dejar menos huecos en blanco en la agenda del porvenir sería el que acabase imponiéndose. Era un anhelo profundo que por encima —y al margen— de intereses e ideologías se enraizó con fuerza en la conciencia de los occidentales; se atrincheró en ella, y ahí sigue.

Aquel mundo ya no existe, pero los modelos mentales que creó —esos sistemas de coordenadas que sirven para leer y dar significado a la realidad, que señalizan los caminos, separan lo sensato de lo aberrante, reafirman nuestra identidad y dan coherencia a nuestra conducta— lo han sobrevivido. Sólo que ahora son brújulas dentro de un campo magnético.
Cuando, casi de repente, se produjo una expansión que parece infinita en nuestra capacidad para recibir, almacenar, enviar, conectar y procesar información, las ideas, conceptos y percepciones que emanan de esa caja negra que son los modelos mentales dejaron de dar sentido a una realidad que, también casi de repente, pareció perder todas sus pautas y haberse vuelto ininteligible. Si Ben Laden , un individuo privado, puede disponer de la capacidad operativa para declarar la guerra al estado más poderoso del mundo; si George Soros , un sólo especulador, puede decidir devaluar la libra esterlina contra el parecer del Gobierno inglés; si corporaciones industriales con decenas de miles de empleados pueden ver impotentes cómo en un par de sesiones bursátiles se esfuma en el aire una capitalización que les había costado décadas alcanzar; si una esposa puede engañar a su marido desde su propia casa intimando con un desconocido al que ha encontrado a través de un chat de contactos, ¿qué queda de aquellas certezas tranquilizadoras y previsibles para la que nos había preparado el modelo?

El modelo mental de la era industrial es un juguete roto construido con metáforas mecanicistas. Para él, las sociedades son como grandes máquinas con un tablero de control desde el que cada palanca acciona las causas que desencadenarán los efectos esperados; poner en marcha esos mandos debe ser una rutina que se pueda repetir hasta la saciedad, y siempre con variaciones insignificantes en los resultados; las piezas del puzzle de la realidad sólo pueden unirse, por ardua que resulte la tarea, dando lugar a una única composición posible; el todo sólo puede ser la suma de las partes.

Pero el mundo de la complejidad, de los millones de pequeñas diferencias que sí son significativas, recuerda mucho más a los sistemas biológicos —con su exuberancia informativa y su permanente tendencia al desequilibrio y al cambio— que a la tosca simplicidad de las estructuras mecánicas. Seguramente, van a ser mucho más útiles para construir los nuevos modelos que estamos necesitando imperiosamente los tratados de biología que describen las estrategias de supervivencia de las bacterias que todos los manuales de ingeniería económica y social que se amontonan en las bibliotecas y en los rincones menos ventilados de nuestras mentes.

Porque las bacterias están instaladas permanentemente en el territorio del presente, el único que existe. En su conducta y en su estrategia siempre ignoran el largo plazo. Parecen ser las únicas que se han tomado en serio el aforismo de Keynes de que a largo plazo todos estaremos muertos. Como las personas, las empresas y las instituciones sociales, tienen que desarrollar su existencia en un hábitat que no es ni estático ni predecible. Que no responde a un orden lineal, sino caótico, de complejas y cambiantes redes interconectadas entre sí. Y, contra todo pronóstico, han logrado sobrevivir a lo largo de millones de años, desde su origen con la aparición de las primeras formas de vida sobre el planeta. Lo han conseguido porque, en todo ese tiempo, no han dejado de evolucionar constantemente, ni un solo segundo; como las empresas y las organizaciones que se han desprovisto de la rémora del pensamiento lineal, adoptan la forma que mejor sirve a sus intereses en cada instante. Y porque son pro activas. En cada especie de bacterias existe un porcentaje de miembros, en torno al 15 por ciento del total, que modifica su naturaleza —desprendiéndose de genes útiles a cambio de incorporar otros de funcionalidad incierta— a una velocidad mucho mayor que el resto. Asumen el riesgo de maximizar la heterogeneidad porque saben que ésa es la mejor respuesta que se puede dar a las amenazas imprevisibles que pueden surgir en el futuro de un entorno que no es controlable. Como los individuos, las empresas y las sociedades que se han desprovisto de la rémora del pensamiento lineal, funcionan como una alianza de iguales semi independientes, sin jerarquías, de confines difusos y unidos por una causa común: la supervivencia. Y ahí están desde hace cuatro billones de años, sin que todos los antibióticos del mundo consigan poner en riesgo su continuidad.

Hay mucho que aprender de ellas, y las empresas más visionarias ya lo están haciendo. Capital One permite que sus empleados inventen mutaciones y recombinaciones de sus productos financieros, sin prácticamente ningún límite. Anualmente crean unas catorce mil ofertas diferentes de las que sólo unas cuatro mil suelen resultar un éxito. Pero en un producto intangible, como son los servicios financieros, el coste de concebir una mala propuesta es muy bajo, y los beneficios derivados de acertar con unas pocas ofertas con éxito pueden ser enormes. Y no sólo existen bancos bacterianos que consiguen volver locos a sus competidores. En Jhon Deere están aplicando la teoría de los sistemas adaptativos a la fabricación de tractores. A través de un software que imita en su funcionamiento la recombinación sexual de los genes, su ordenador central produce cuarenta mil programas cada noche —que son como especies que se deben adaptar al entorno de la fábrica— y selecciona los mejores a través de un algoritmo genético.

Como las bacterias, están aprendiendo a responder con la diversidad a las sombras del territorio de la incertidumbre, el único que existe. Porque saben, tal vez como también sepan las bacterias, que los viejos buenos —y funcionariales y burocráticos y ordenancistas y dentro de siete años me tocará ser jefe de sección y grises y todo en su sitio y a contar los años que faltan para la jubilación— tiempos nunca volverán.


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