El eterno retorno
Conocemos el efecto que ha tenido la utopia comunista sobre las ideas históricas y económicas de los seguidores contemporáneos de Marx, los intelectuales de la izquierda: ninguna.
El día siguiente a la caída del muro, en la base del monumento a Karl Marx de Berlín una mano anónima escribió una pintada que rezaba: “Proletarios de todos los países del mundo, ¡perdonadme!” Ese berlinés socarrón debía creer que Marx, de estar vivo hoy, sería alguien demasiado lúcido como para ser marxista tras comprobar los resultados de la aplicación del ideario socialista en la realidad. Por desgracia, nunca sabremos cómo habría influido en la cosmovisión de aquel burgués que embarazaba a las criadas el conocimiento de la experiencia de miseria y terror que supuso para tantos seres humanos la materialización de la utopía comunista. Pero, en compensación, sí conocemos el efecto que ha tenido sobre las ideas históricas y económicas de sus seguidores contemporáneos, los intelectuales de la izquierda: ninguna.
El que la izquierda haya abdicado de pensar, ni es algo nuevo, ni tendría demasiada importancia si no fuera porque sigue monopolizando el control de las instituciones que moldean la percepción de la mayoría de la población sobre los fenómenos sociales. Así, muchos de los “hechos indiscutibles que cualquiera conoce”, simplemente, son leyendas fabricadas por sus ideólogos. Y que disponga de ese poder para distorsionar de forma sistemática el prisma a través del cual la mayoría observa la realidad, sí es importante. Cuando empiece el curso escolar, en los patios de los colegio volverán a circular leyendas urbanas como ésa de los cocodrilos ciegos que habrían crecido en las cloacas de Nueva York, tras haber viajado hasta allí bajando por las cañerías a las que sus caprichosos dueños los habrían arrojado durante sus primeros meses de vida. Y serán creídas. También como cada año, sentados en sus pupitres miles de escolares escucharán de labios de sus profesores la leyenda canónica de la Revolución Industrial. Horrorizados leerán en sus manuales las repentinas penurias que la “implantación” del “sistema capitalista” habría causado a los antiguos campesinos. Y creerán esas historias, igual que la de los cocodrilos. Por esa vía, dentro de unos días, cientos de miles de niños vivirán su primera experiencia de rechazo emocional hacia nuestro modelo de sociedad. Después, a lo largo de sus vidas ese sentimiento seguirá siendo alimentado por el cine, la literatura y la prensa que hagan referencia a la cuestión. Y muy pocos de ellos llegarán a descubrir en su vida adulta que ese repentino museo de los horrores que tan pronto instalaron en su imaginación no se compadece con lo que realmente ocurrió.
La situación laboral de los trabajadores en los primeros momentos de la industrialización de Inglaterra, ciertamente hacía de la existencia algo muy duro y difícil. Pero los historiadores no disponen de ninguna constancia estadística de que, en ese instante inicial, las condiciones de vida del nuevo proletariado fuesen peores que las que habían padecido en las idealizadas comunidades rurales de las que procedían. En realidad, la “información” que sirvió de base para crear el mito de la “pauperización” fue lanzada por la prensa reaccionaria de la época, defensora de los intereses de los terratenientes, que se oponían ferozmente a las leyes librecambistas favorecedoras de la importación de alimentos baratos. Pero, ya hacia 1850, el incremento espectacular de los salarios reales de la clase trabajadora hacía de la mejora general del nivel de vida de la población algo absolutamente incuestionable. Si, a pesar de la evidencia mesurable, se ha perpetuado la visión negra del capitalismo inicial es porque el poder de los hechos y de la realidad siguen siendo, también hoy, incomparablemente más débil que el de los mitos y las ideologías.
El día siguiente a la caída del muro comenzó a ser posible la globalización. Y también fue a partir de ese día cuando la historia empezó a repetirse como un calco milimétrico. Igual que a principios del siglo XIX, son los privilegiados de Occidente, de José Bové a Ross Perot, los más interesados ahora en combatir los nuevos tratados mundiales de librecambio. Fueron ellos los primeros en propagar la absurda idea de que nuestro futuro correrá graves riesgos si se nos permite comprar libremente productos mejores y más baratos que hayan sido fabricados en no importa qué lejano rincón del planeta. Diríase que su inspirador teórico es Fredéric Bastiat, aquel satírico francés que propuso, muy serio, tapiar todas las ventanas de París, para evitar de ese modo que el Sol siguiera haciendo la competencia desleal al gremio de fabricantes de velas. Como en el siglo XIX, también tras los enemigos de la competencia han llegado los enemigos de la libertad dispuestos a confundir las causas con los efectos. Y, como hicieran con la memoria colectiva del siglo XIX, ya han conseguido implantar su caricatura mitológica de la globalización. Lo corrobora el que, contra la evidencia estadística de que los principales sectores industriales no han hecho otra cosa que fragmentarse a lo largo de los últimos veinte años, el fantasma del puñado de multinacionales que controlarían todos los mercados del mundo vuelve a recorrer las páginas de economía de la prensa popular europea. Del mismo modo, las masas de campesinos famélicos que se amontonan en los suburbios del Tercer Mundo, en la mente de nuestros escolares no fueron empujados a ellos por la ruina que les provocó el proteccionismo agrario de los antiglobalizadores de Occidente. Alguien ya ha escrito en sus manuales que son víctimas de la globalización. Y ellos lo creen, igual que creen la historia de la chica pálida que hacía auto-stop de noche en la salida de una curva.
Es el poder de los mitos. El eterno retorno de la mentira, la única fuerza creativa que le queda a esa izquierda que ya no recuerda cuándo dejó definitivamente de pensar.
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