Menú
ÁFRICA OLVIDADA

Los 20 segundos de Liberia

Únicamente en los últimos 35 años, y sin que en Occidente se haya levantado una sola pancarta en contra, en África se han desencadenado 73 guerras, la mayoría tribales.

“Queridos oyentes, deben hacerse con un machete, una lanza, una flecha, azadas, clavos, espadas, planchas eléctricas, alambres de púas, piedras o cualquier cosa útil para matar a los tutsis de Ruanda”. Durante 1998, la radio oficial de la guerrilla revolucionaria de Laurent Kabila, el viejo compañero de lucha del Che Guevara, no dejó de repetir esa consigna en todas sus emisiones. La cuña resultó eficaz: un millón de ellos fueron asesinados. Después, Kabila tomó el poder en el Congo y se convirtió en un respetable gobernante, hasta que un complot de niños-soldado de su propio ejército terminó con su cuerpo cosido a tiros. Pertenecían a una tribu descontenta con el nuevo reparto del poder. Fue algo previsible. A fin de cuentas, en Ruanda sólo existe una comunidad étnica que integran agricultores –hutus– y ganaderos –tutsis–, pero en el Congo, para convivir, tienen que ponerse de acuerdo más de trescientas tribus distintas.

Únicamente en los últimos 35 años, y sin que en Occidente se haya levantado una sola pancarta en contra, en África se han desencadenado 73 guerras, la mayoría tribales. Kabila animó la penúltima durante toda su vida. Y su obra creó escuela. Sin ir más lejos, en Liberia, un Charles Taylor no estaba dispuesto a dejar que sus enseñanzas se perdieran en el olvido. Mientras escribo este artículo, Taylor todavía es el presidente del primer estado de África en el que se instauró el apartheid. Eso ocurrió en 1847, cuando se proclamó solemnemente la República de Liberia, un régimen racista y esclavista fundado por antiguos esclavos negros de las plantaciones de algodón de Virginia y Georgia. Mucho antes de que en Sudáfrica siguieran sus pasos, aquellos negros norteamericanos se apresuraron a prohibir los matrimonios “mixtos” y a promulgar leyes de segregación racial para excluir de cualquier derecho civil a los negros africanos, que representaban el 95 por ciento de los habitantes del nuevo país. Y eso continuó siendo así durante los siguientes 133 años, hasta el día que el sargento Samuel Doe, molesto por los retrasos acumulados en su paga, decidió atravesar con una bayoneta al presidente de la Nación. El posterior vacío institucional lo resolvió el propio Doe autonombrándose jefe del Estado. A partir de ese momento, el país dejó de dividirse entre esclavos y esclavistas. En lo sucesivo, se simplificarían aún más las cosas. Porque sólo los que pertenecieran a la tribu de Doe, los krahn, tendrían alguna probabilidad razonable de llegar a viejos sin sufrir antes una muerte violenta.

A todo eso, Taylor, que era la mano derecha de Doe, un buen día decidió robar un millón de dólares al nuevo estadista y marcharse a probar suerte en Estados Unidos. En América, la suerte –que resultó ser mala– y el rastro de sus huellas dactilares en algunos asuntos turbios, lo llevaron primero a una celda federal y, después, a la expulsión del país. De vuelta a casa y sin nada mejor que hacer, Taylor contactó con otro amigo de su época en los cuarteles, Prince Johnson, y juntos decidieron organizar una guerrilla para derrocar a Doe. Como todo el mundo allí parecía tener alguna cuenta pendiente con Doe, la empresa fue un éxito. La guerrilla se plantó rápidamente a las puertas de la capital, pero ahí estalló el cisma entre Johnson y Taylor. Y es que, tras largas horas de discusión, no fueron capaces de ponerse de acuerdo sobre cómo repartirse el dinero de la hacienda pública. Irritado, Johnson optó por marcharse y crear su propio ejército.

Pero antes de lanzar a su gente contra la de Taylor, aún tuvo tiempo para capturar a Doe y, ante la imprudente reticencia de éste para revelar el número de sus cuentas secretas en Suiza, cortarle las orejas delante las cámaras de la televisión. Al final, el dinero de Doe nunca apareció (no hay que perder la esperanza, la justicia suiza acaba de obligar a once bancos de su país a bloquear 140 cuentas en las que otro benefactor de África, el ex dictador de Nigeria Sani Abacha, guardaba 654 millones de dólares, los ahorros de toda una vida de privaciones); los restos de lo que quedaba de Johnson aparecieron hace unas semanas tirados en una cuneta; y lo que todavía queda de Liberia se lo siguen disputando su banda y la de Taylor, cuyos soldados dispararon el martes pasado contra los observadores del Ejército norteamericano que estudian sobre el terreno las condiciones para un despliegue de tropas de pacificación.

Cualquiera que conozca la intrahistoria de esos veinte segundos de imágenes que, ahora, los telediarios han ofrecido de Liberia –o la de los otros veinte segundos de la República Democrática del Congo o de los de Ruanda o de los de Etiopía o de los de Somalia o de los de Tanzania o de los de Burundi o de los de Zimbawe– tenderá a pensar que el primer problema de África son los líderes africanos, que las cleptocracias criminales que dominan el continente son un virus tan mortal como ese VIH que ya anida en los cuerpos de veinticinco millones de subsaharianos. Cualquiera, menos las ONG que viven de la solidaridad con África. Porque, para la mayoría de ellas, el único causante de todos los problemas de África es el mismo que el del resto de todos los males del planeta: el “neoliberalismo capitalista”. Así, en el último Foro Económico Mundial de Davos, un alto ejecutivo de Oxfam preguntó en público al presidente de Senegal, Abdoulaye Wade, cómo pensaba combatir los terribles males que la globalización y los mercados libres estaban causando a su país. La respuesta de Wade –un caso atípico en África de gobernante honrado y competente–, publicada después por un miembro de la delegación española presente en el diálogo, fue: “¿Qué globalización?, ¿qué mercados? ¡La globalización todavía no ha llegado a África, y mi gobierno está haciendo todo lo posible para que llegue y nos pueda beneficiar!”. “No queremos limosnas”, concluía Wade, “queremos que nos dejen trabajar y competir en condiciones justas”.

Wade no quiere limosnas, pero parece que es el único. Estos días, aprovechando los veinte segundos suplementarios en los telediarios que ha provocado la gira de Bush, la industria europea de las limosnas ha vuelto a solicitar del G8 “un plan Marshall” para el continente. Quieren otro más, igual a las decenas de planes Marshall que ya se han llevado a cabo en África y que sólo han servido para engordar las cuentas suizas de los cientos de Kabila, Doe, Johnson, Abacha y Taylor que infestan el continente. Esta vez el portavoz de la demanda ha sido uno de los profesionales de la solidaridad más lúdicos y festivos, el cantante y promotor de espectáculos Bob Geldorf. Pero, a su lado y luchando por su misma causa, están los ecologistas que se oponen a los cultivos transgénicos, la única esperanza de encontrar cereales resistentes a la aridez de las estepas africanas; los antiglobalización de José Bové que se oponen a la supresión de las subvenciones agrarias, la principal causa de que la agricultura africana no acabe de despegar nunca; y los antiintervencionistas, la última esperanza que le queda a Taylor para conservar el poder.

Tal vez a estas horas Geldorf ya esté preparando otro macroconcierto solidario en Londres. Si es así, Liberia volverá a tener garantizados otros veinte segundos de atención en todos los telediarios del planeta.

En Cultura

    0
    comentarios

    Servicios

    • Radarbot
    • Libro
    • Curso
    • Escultura