Una modesta proposición
“En una sociedad donde la cultura ha sido degradada, la mejor protección es el analfabetismo”. Lo decía no hace mucho un hispanista inglés en un escrito que glosaba ese informe del ministerio de Cultura que lleva por título Las cifras de la cultura en España. Y tiene razón.
Como también la tenía Raymond Carr cuando escribió: “No me extrañaría que buena parte de España pasara sin transición de la era sin libros a la era de la televisión”. El tiempo y Salsa rosa han confirmado su pronóstico. Así ha sido. Sí, estamos en la era de esa televisión en la que el otro día oí en boca de un ilustre especialista que cierto ex entrenador del Real Madrid “carece de argumentos para articular un discurso futbolístico coherente”. El mismo experto, sin solución de continuidad pasó a decir que él pensaba “de que…”. Y es que en la España de la LOGSE ya empieza a resultar muy difícil encontrar un catedrático, presidente de consejo de administración o diputado al Congreso que no piense de que. Pero de eso no habla el informe.
En las dos últimas décadas, una fauna que piensa de que, y que vive de parasitar el Presupuesto con la coartada de articular discursos en torno a lo que haga falta, ha logrado que a efectos estadísticos nos hayamos instalado definitivamente en la modernidad cultural. Y lo que la Administración ha hecho con su folleto ha sido certificar por escrito la victoria de esa nueva y militante legión de gestores culturales, pedagogos anti autoritarios, sociólogos alternativos, psicólogos humanistas, historiadores de la identidad de su pedanía, tertulianos de medio pelo con púlpito analógico o digital, filósofos ágrafos, y novelistas inasequibles a los rudimentos de la sintaxis.
De todos modos, para comprobar cuál ha sido la evolución cultural del país desde los años ochenta no habría hecho falta encargar ese documento; para averiguar eso hubiera bastado con fijarse en cómo utilizan el castellano para expresarse los representantes del pueblo soberano, por ejemplo, en los plenos del Excelentísimo Ayuntamiento de Marbella. Pero como en el ministerio todavía creen que su misión es fomentar la cultura han optado por encuadernar sus estadísticas con las cifras sobre el número de exposiciones visitadas, discos editados, ordenadores conectados a internet, butacas de teatro ocupadas, equipamientos construidos y películas premiadas. Y ahí está su error. Porque, tal como están las cosas, el ministerio de Cultura sólo dejará de ser un costoso adorno el día que se decida de una vez a fomentar la incultura, y no al revés. Por ejemplo, podría empezar por mantenerse firme frente a esos padres de alumnos que, dentro de un mes, empezarán a exigirle que pague los libros de texto de sus hijos, cuando son los mismos que después reclamarán del Estado que se haga responsable de que su prole no se mate los fines de semana con los coches que sí les han podido comprar, y a causa de las pastillas que los papás –y no el Estado– también habrán sido capaces de costear. Podría continuar elaborando otro informe, que debería titularse algo así como España frente al papanatismo de la sociedad de la información, para averiguar qué utilidad está sacando la gente de internet. Porque sería muy de recibo, para poner en su sitio al muy celebrado índice de hogares conectados a la Red, acreditar estadísticamente lo que ya todo el mundo sabe: que aquí internet se usa para perder el tiempo chateando, y para poco más.
Paralelamente, debería promover, por la vía de urgencia, convenios marco con la Seguridad Social con el objeto de que la puesta en escena de las patologías psiquiátricas de tantos enfermos que se presentan en público bajo la etiqueta de teatro de vanguardia dejase de suponer un doble quebranto para el Erario, al transferir esos costes al sistema sanitario. Al mismo tiempo, no debiera demorar más la creación de una muy necesaria brigada de inspectores, con turnos de trabajo de veinticuatro horas, especializada en la represión de la delincuencia de pincel blanco. Ese cuerpo de elite, que estaría dotado con los medios técnicos más modernos, tendría que ser capaz, en el plazo de una legislatura, de desmantelar las redes organizadas que se dedican a tomar el pelo y la cartera a los contribuyentes con el argumento de que la “plástica” debe ser un “juego”. Huelga decir que, al tiempo, artificieros del ministerio procederían a la voladura controlada de las instalaciones de RTVE, después de que la ministra llevase al BOE el decreto que certificara su clausura definitiva.
“¡De que!”, acaba de gritarme a coro una multitud de intelectuales subvencionados. Y, asustado, me paro aquí, porque ha sonado más alto que el llanto de la Pantoja cuando supo de la censura a su Julián.
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