“Incluso aquel que tiene la desgracia de nacer en un país con una gran literatura debe escribir en su lengua como un judío checo escribe en alemán, o como un uzbeco escribe en ruso. Escribir como un perro que cava su agujero, como una rata que construye su madriguera. Y, para ello, encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto”. No es un artículo de la LOGSE como pudiera pensar el lector inadvertido. Es un párrafo de Kafka , un ensayo escrito conjuntamente por Gilles Deleuze y Félix Guattari. Y no es una broma. Lo redactaron en serio. Los que los leen también se los toman en serio. Porque, en nuestras universidades, Deleuze y Guattari son considerados intelectuales importantes a los que hay que estudiar seriamente. En la mayoría de nuestras facultades de Letras se aprende concienzudamente de maestros como Deleuze y Guattari durante cuatro años, y después se obtiene un título que habilita para enseñar a escribir en los colegios. Y es que en nuestros centros superiores de formación humanística es fácil obtener una licenciatura conociendo vagamente los rudimentos de la ortografía y la sintaxis, pero es prácticamente imposible salir indemne de ellos sin haber sido inmerso en las doctrinas que pretenden dinamitar los valores que han dado forma a Occidente en los últimos veinte siglos. No saber eso incapacita a cualquiera para entender la reacción de rechazo que ha provocado entre la mayoría progresista de los sindicatos de docentes la puesta en marcha de la Ley Orgánica de Calidad de la Enseñanza.
Para escándalo de Deleuze, Guattari y Carmen Chacón, todos los artículos de esa norma parecen inspirados por el viejo y reaccionario principio de que la justificación de la escuela es transmitir conocimientos. Pero ese propósito al que Pilar del Castillo ha dado forma en el BOE, en sí mismo, es una declaración de guerra al principio más sagrado de la ortodoxia pedagógica dominante: la tolerancia cero con las desigualdades naturales entre las distintas capacidades de los alumnos. Decía Marx, y decía bien, que “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante”. Y la de los que han conseguido controlar todos los niveles de nuestro sistema educativo por la vía de la oposición restringida se llama “renovación pedagógica”. En esencia, la tal renovación consiste en tratar por todos los medios de que la escuela no sea una institución al servicio de las necesidades de la sociedad, sino, por el contrario, de que sea la sociedad la que se transforme y se adapte a los deseos de la escuela. Porque la fantasía ideal de los que dominan lo que se hace en las clases y lo que se escribe en sus pizarras sería redistribuir el talento del mismo modo que se redistribuye la pobreza en los estados colectivistas; conseguir la igualdad intelectual de todos los individuos, ésa es la gran utopía inconfesada de los que redactaron la LOGSE. Lograr lo contrario, que las diferencias intransferibles puedan ser útiles para compensar las desigualdades sociales de partida, que la enseñanza deje de ser el gran parque temático de la experimentación social, es el sensato propósito de esa ley que tantos lectores de Deleuze y Guattari están llamados a convertir en hechos a partir de este curso académico.
A pesar de que la mayoría de quienes la defienden ni lo sabe, esa nueva pedagogía que tiene entre sus principales señas de identidad el fanatismo antinorteamericano es una mercancía intelectual importada directamente de Norteamérica. Fue allí donde los rebeldes sin causa del sesenta y ocho asaltaron por primera vez el otro lado del pupitre. Y, una vez atrincherados en las tarimas, necesitaron menos de una década para pasar de abanderados marginales de la “contracultura” a garantes institucionales de la simple incultura. No se puede decir que no hayan hecho concienzudamente su trabajo. Estados Unidos gasta en cada estudiante más que cualquier otro país desarrollado. Pero cuando se publicó el último informe comparativo sobre los conocimientos de los chicos de 13 años en 41 países, la nación entera tuvo que mirar al suelo avergonzada. En ese estudio, los cuatro primeros puestos correspondieron a los escolares asiáticos. Los de Singapur fueron los mejores, seguidos de los de Corea del Sur, Japón y Hong Kong.
Buscar la explicación a esos resultados no es difícil. Ocurre, simplemente, que un niño japonés tiene cinco veces más tareas escolares por semana que uno norteamericano, dispone de sesenta días más de clase al año, y debe superar exámenes que merecen ese nombre. Todo el misterio de los resultados finales reside en eso, y no en el porcentaje del PIB que absorbe el sistema educativo o en el número de ordenadores con acceso a chats de Internet con los que está dotada cada aula.
Si los adolescentes de Corea del Sur no escriben “como un perro que cava su agujero” ni se manejan con las matemáticas “como una rata que construye su madriguera”, no hay ninguna razón para pensar que los españoles no puedan hacer lo mismo. La LOCE es un buen primer paso para conseguirlo, pero insuficiente. En Inglaterra, donde la progresía local también había conseguido hacer de las escuelas e institutos “su propio tercer mundo, su propio desierto”, Thatcher impuso que los alumnos de ciertas edades pasasen unos exámenes nacionales que se celebran en todos los colegios del Reino Unido el mismo día y a la misma hora. Además, el Ministerio elabora, en base a los resultados, una clasificación sobre todos los centros del país según la puntuación media que obtienen sus alumnos. Y no la guarda en un cajón. La publica en los periódicos de mayor difusión. Por su parte, Blair ha puesto en marcha un plan para evaluar la actuación de los docentes y de las escuelas. La Inspección del Ministerio elabora cada año un informe sobre el estado de la educación. Lo redacta con un lenguaje muy claro. En el último, no duda en calificar a 13.000 profesores de “incompetentes”, a 3.000 directores de centros de “carentes de liderazgo” y en tachar al 15 por ciento de las clases impartidas de “malas”. Con todo, el documento reconoce una mejora de la calidad global del sistema en los últimos años. Por eso es una lástima que lo que está haciendo Blair no se contemple en el articulado de la LOCE y ni siquiera sea considerado entre nosotros “correto”, como diría alguien desde la Ejecutiva del PSOE.
Para escándalo de Deleuze, Guattari y Carmen Chacón, todos los artículos de esa norma parecen inspirados por el viejo y reaccionario principio de que la justificación de la escuela es transmitir conocimientos. Pero ese propósito al que Pilar del Castillo ha dado forma en el BOE, en sí mismo, es una declaración de guerra al principio más sagrado de la ortodoxia pedagógica dominante: la tolerancia cero con las desigualdades naturales entre las distintas capacidades de los alumnos. Decía Marx, y decía bien, que “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante”. Y la de los que han conseguido controlar todos los niveles de nuestro sistema educativo por la vía de la oposición restringida se llama “renovación pedagógica”. En esencia, la tal renovación consiste en tratar por todos los medios de que la escuela no sea una institución al servicio de las necesidades de la sociedad, sino, por el contrario, de que sea la sociedad la que se transforme y se adapte a los deseos de la escuela. Porque la fantasía ideal de los que dominan lo que se hace en las clases y lo que se escribe en sus pizarras sería redistribuir el talento del mismo modo que se redistribuye la pobreza en los estados colectivistas; conseguir la igualdad intelectual de todos los individuos, ésa es la gran utopía inconfesada de los que redactaron la LOGSE. Lograr lo contrario, que las diferencias intransferibles puedan ser útiles para compensar las desigualdades sociales de partida, que la enseñanza deje de ser el gran parque temático de la experimentación social, es el sensato propósito de esa ley que tantos lectores de Deleuze y Guattari están llamados a convertir en hechos a partir de este curso académico.
A pesar de que la mayoría de quienes la defienden ni lo sabe, esa nueva pedagogía que tiene entre sus principales señas de identidad el fanatismo antinorteamericano es una mercancía intelectual importada directamente de Norteamérica. Fue allí donde los rebeldes sin causa del sesenta y ocho asaltaron por primera vez el otro lado del pupitre. Y, una vez atrincherados en las tarimas, necesitaron menos de una década para pasar de abanderados marginales de la “contracultura” a garantes institucionales de la simple incultura. No se puede decir que no hayan hecho concienzudamente su trabajo. Estados Unidos gasta en cada estudiante más que cualquier otro país desarrollado. Pero cuando se publicó el último informe comparativo sobre los conocimientos de los chicos de 13 años en 41 países, la nación entera tuvo que mirar al suelo avergonzada. En ese estudio, los cuatro primeros puestos correspondieron a los escolares asiáticos. Los de Singapur fueron los mejores, seguidos de los de Corea del Sur, Japón y Hong Kong.
Buscar la explicación a esos resultados no es difícil. Ocurre, simplemente, que un niño japonés tiene cinco veces más tareas escolares por semana que uno norteamericano, dispone de sesenta días más de clase al año, y debe superar exámenes que merecen ese nombre. Todo el misterio de los resultados finales reside en eso, y no en el porcentaje del PIB que absorbe el sistema educativo o en el número de ordenadores con acceso a chats de Internet con los que está dotada cada aula.
Si los adolescentes de Corea del Sur no escriben “como un perro que cava su agujero” ni se manejan con las matemáticas “como una rata que construye su madriguera”, no hay ninguna razón para pensar que los españoles no puedan hacer lo mismo. La LOCE es un buen primer paso para conseguirlo, pero insuficiente. En Inglaterra, donde la progresía local también había conseguido hacer de las escuelas e institutos “su propio tercer mundo, su propio desierto”, Thatcher impuso que los alumnos de ciertas edades pasasen unos exámenes nacionales que se celebran en todos los colegios del Reino Unido el mismo día y a la misma hora. Además, el Ministerio elabora, en base a los resultados, una clasificación sobre todos los centros del país según la puntuación media que obtienen sus alumnos. Y no la guarda en un cajón. La publica en los periódicos de mayor difusión. Por su parte, Blair ha puesto en marcha un plan para evaluar la actuación de los docentes y de las escuelas. La Inspección del Ministerio elabora cada año un informe sobre el estado de la educación. Lo redacta con un lenguaje muy claro. En el último, no duda en calificar a 13.000 profesores de “incompetentes”, a 3.000 directores de centros de “carentes de liderazgo” y en tachar al 15 por ciento de las clases impartidas de “malas”. Con todo, el documento reconoce una mejora de la calidad global del sistema en los últimos años. Por eso es una lástima que lo que está haciendo Blair no se contemple en el articulado de la LOCE y ni siquiera sea considerado entre nosotros “correto”, como diría alguien desde la Ejecutiva del PSOE.