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Los empiristas de Cancún

Un buen número de oenegés y de grupos antiglobalización han llegado a entorpecer los trabajos de la reunión de la OMC en Cancún, pese a que las mediciones empíricas demuestran que la globalización y la economía de mercado ha mejorado el nivel de vida de los pobres.

En nombre de la libertad, hace nueve años el Ministerio de Cultura de Francia elaboró un proyecto de ley con el que pretendía prohibir el uso de tres mil palabras inglesas en su territorio. Antes de ayer, y también en nombre de la libertad, el Gobierno de Francia llevó a la conferencia ministerial de la Organización Mundial del Comercio la propuesta de suprimir en todo el planeta una única expresión gala, el laissez faire . Bernard Cassen, director general de Le Monde diplomatique , feliz porque la que su grupo editorial suele llamar –con razón– “derecha más estúpida del mundo” coincide con él en su postura sobre la globalización, lo explicaba el miércoles pasado, en El Periódico de Cataluña . Revelaba Cassen que la doctrina francesa implica que, de hecho, se implante una moratoria sobre todas las medidas de liberalización del comercio. Y lo celebraba, eufórico, con el argumento de que “el problema fundamental que se plantea es el del mismo principio de librecambio entre economías de niveles muy diferentes, pues es bien sabido que empíricamente este librecambio sólo beneficia a los fuertes”. Debe ser tan sabido en las cercanías de su domicilio que no perdió una gota de tinta en ofrecer a sus lectores uno sólo de esos ejemplos empíricos o un modelo de teoría económica que demostrasen su afirmación.

Pero, aunque no hay constancia de que se tenga noticia de ello en las redacciones de Le Monde , India ha alcanzado tasas de crecimiento próximas al siete por ciento anual durante toda la última década. Es algo que, casualmente, ha ocurrido desde que abandonó las políticas socialistas de protección de la industria local y abrazó los principios de la libre competencia, propiciando la apertura de su economía al exterior. Por otro lado, tal vez salvo el entrañable Ignacio Ramonet, cualquiera conoce la cifra empírica que sitúa la renta per capita de Corea del Sur en catorce veces la de Corea del Norte. Y todo el mundo, incluido Ignacio Ramonet, sabe cuál es la posición frente al librecambio de esos dos países gemelos. Si se quiere, tampoco es difícil tener acceso al dato de que, cuando China decidió cambiar el gran salto hacia la miseria que supuso la planificación por las privatizaciones y la apertura de sus mercados al exterior, consiguió multiplicar por cuatro su renta per capita , en sólo veinte años. Porque por mucho que, en Francia, la extrema derecha de Le Pen, la extrema izquierda camp de Le Monde diplomatique y el extremo cinismo de Chirac coincidan en sostener lo contrario, la evidencia empírica demuestra que el proceso de globalización está beneficiando al Tercer Mundo. Ha favorecido el incremento de su renta media, de su población y de la esperanza de vida en esos países. Sólo hay una excepción: África. Únicamente de esa región se puede afirmar, sin mentir, que se ha pauperizado en términos absolutos durante el último medio siglo. El continente, de hacer caso a los propagandistas franceses, es la gran víctima del modelo de economía de mercado. Porque, como nadie ignora, durante todo ese tiempo ha estado controlado por una pandilla de intelectuales librecambistas y conocidos neoliberales, como el mariscal Idi Amín, el coronel Gaddafi, el camarada Mengistu Haile-Maryam, el emperador Bocassa, el padre del “socialismo africano” Julios Nyerere o el guevarista Cabila, entre otros aventajados discípulos de Hayek y Von Mises.

El caso es que, alimentados por esa sopa boba intelectual que se cocina en París, un buen número de oenegés y de grupos antiglobalización se han lanzado a entorpecer los trabajos de la reunión de la OMC que se está celebrando en Cancún. Ya que, como también es de dominio público, en ellos –y no en los gobiernos elegidos democráticamente que están presentes en ese encuentro– recae la legítima representación de los ciudadanos de los 146 países que integran la Organización Mundial del Comercio. Para los que forman esa kale borroka intercontinental, la última preocupación son los aranceles con los que la Unión Europea grava a las lechugas de México o Botswana que se venden en su territorio. Y es que en Seattle, en Génova y ahora en Cancún, las piedras llegaron en avión y fueron alojadas en buenos hoteles para después convertirse en proyectiles contra el liberalismo, no contra las subvenciones agrícolas que cobra José Bové. Puesto que, tal como declaró tras los actos de vandalismo en Seattle Jean-Paul Fitoussi, el principal consejero de Lionel Jospin, “se debe encontrar la manera de poner bajo control al Frankenstein de los mercados globales desregulados”. Para su consuelo, parece que sus protegidos ya la han encontrado.

Ese plato único con el que sobrellevan la indigencia argumental los turistas antisistema es presentado por los cheffs franceses con un lema que reza: “los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos”. Y la culpa, claro, la tiene la globalización. No es una idea nueva. La frase ya aparecía en el “Manifiesto comunista” de Marx y Engels. La única diferencia radica en que aquéllos eran economistas y éstos son de letras. Porque ocurre que, sobre un PIB mundial de 28 billones de dólares, sólo 6 billones corresponden a productos fabricados y consumidos en mercados globales. Y porque también ocurre que para la Unión Europea el comercio con el resto del mundo únicamente supone un 11 por ciento de su PIB. La cifra equivalente en los Estados Unidos ofrece otro modesto 14 por ciento. Es decir, cuando se dejan a un lado las piedras y se consultan las estadísticas, se descubre que el gran problema de la globalización es el de su insuficiencia. El drama de muchos países del Tercer Mundo es precisamente ése: que no acaba de llegar a ellos el capitalismo global. Pero es que también ocurre que la pobreza se mide en términos relativos. Para ello se utiliza un parámetro estadístico llamado mediana. Por eso sucede que el 97 por ciento de los norteamericanos que vive por debajo del “umbral de la pobreza” en su país posee un televisor; y tres de cada cuatro, un aparato de videocasete, una lavadora y, por lo menos, un automóvil. Porque ser pobre allí significa disponer de una renta anual de en torno a ocho mil dólares; es decir, significa lo mismo que pertenecer a la clase media en Turquía o que ser multimillonario en Cuba.

Lo cierto es que las mediciones empíricas demuestran que, allí donde han llegado la globalización y la economía de mercado, los ricos se han hecho más ricos y, simultáneamente, ha mejorado el nivel de vida de los pobres. Salvo que, en nombre de la libertad, Francia proponga en Cancún prohibir los indicadores económicos internacionales, ésa es la realidad.

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