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Madrit nos roba”

Si algún día se decidiera a abandonar las brumas autocomplacientes del pensamiento mítico, se asombraría Carod al tener conocimiento de que, en el tercer año del siglo XXI, a un madrileño le sale muchísimo más caro ser español que a un catalán.

El principal mérito de Josep Lluís Carod, ese funcionario de la Administración autonómica al que acaban de llegarle los cinco minutos de gloria que Andy Warhol nos prometiera a todos, reside en que es el único español que ha leído más libros que Alfonso Guerra. Los volúmenes que han pasado por sus manos, asegura, suman varias decenas de miles, pero es difícil conocer la cifra exacta porque las que ofrece sufren variaciones de tres dígitos en cada una de las múltiples entrevistas que está concediendo estos días. No obstante, la concepción de la cultura que tiene este hombre de moda se compadece poco con la extensión presunta de su biblioteca privada. Así, es Carod persona inclinada a interpretar ese concepto con el mismo significado que le dieran los más exaltados románticos decimonónicos. Tiende cuando habla de cultura, y siempre habla de cultura, a interpretarla como un conjunto de “saberes” que cualquier miembro de la comunidad —en su caso, Cataluña— adquiere sin que sea necesario un proceso de aprendizaje expreso. Es decir, participa de esa ideología que quiere elevar a la categoría de cultura a todo aquello que se pueda encontrar dentro de la cabeza del más lerdo de los miembros de un grupo humano históricamente constituido. Tan imbuido está de esa confianza en que la verdadera cultura se encuentra lejos de las aulas y de los gabinetes de estudio que todo su acerbo económico se apoya en la doctrina sobre política fiscal y hacendística que implantaron nuestros bisabuelos en las tertulias de rebotica y los casinos de capital de comarca, justo después de la guerra de Cuba. En aquella España casposa de toreros, moscas y fabricantes de Sabadell que pedían golpes de estado para poder esconderse detrás de un arancel, el doctor Robert, alcalde de Barcelona hacia 1898, bendijo el Tancament de Caixes e inició con su gesto la leyenda del Madrit parasitario y vampírico en la que todavía quiere creer Carod.  A nadie debe extrañar, por tanto, que haya recurrido al órgano de comunicación de Elkarri para explicar a sus lectores que para los catalanes “España, como Estado que pagamos, es un mal negocio”. Ni tampoco hay que sorprenderse de que apoye el argumento definitivo de su programa independentista en el supuesto expolio fiscal que ejerce sobre los contribuyentes del Principado la incierta entelequia llamada Madrit.
 
Si algún día se decidiera a abandonar las brumas autocomplacientes del pensamiento mítico, se asombraría Carod al tener conocimiento de que, en el tercer año del siglo XXI, a un madrileño le sale muchísimo más caro ser español que a un catalán. En concreto, a Carod y a mí, España nos cuesta 391 euros al año. Ese es el saldo neto per cápita de restar a todo lo que los ciudadanos de Cataluña pagamos al Fisco lo que el estado nos devuelve en forma de gasto público. La factura sería otra si los dos, que somos emigrantes, en lugar de haber recalado en Cataluña lo hubiéramos hecho en la capital del estado. Porque, si fuéramos madrileños, saldríamos a 1.286 euros por barba. Es probable que en los estantes de la vasta biblioteca del líder de ERC se esconda el estudio del profesor Ezequiel Uriel que bajo el título “Las balanzas fiscales de las comunidades autónomas” ha publicado la Fundación BBVA. Si fuera así, sólo necesitaría estirar un brazo para darse por enterado de que los ciudadanos de Cataluña transferimos anualmente el 3,32 por ciento de nuestro PIB regional al resto de las comunidades, mientras que, por ejemplo, en el caso de los baleares ese porcentaje sube hasta el 6,99 por ciento, una proporción de su riqueza superior a la nuestra pero inferior a la que entregan los madrileños, que asciende al 10,88 por ciento de su PIB.
 
Tan falso es el mito del Madrit ocioso que come bocadillos de calamares a nuestra costa, como cierto es que las autopistas catalanas son de pago mientras que disfrutan de gratuidad las autovías que se construyeron en la década de los ochenta por toda España. Lo recordaba la semana pasada Pedro Schwartz en un excelente artículo que publicó en Expansión. También hacía referencia el autor a que, en esos mismos años, la muy necesaria conexión ferroviaria de alta velocidad entre Barcelona y Francia tuvo que ser pospuesta al considerar el gobierno del PSOE más urgente el enlace de la Sevilla natal de Felipe González con el centro de España. De ese modo, hubo que esperar para que se pusiera en marcha ese tramo hasta la llegada del anticatalán José María Aznar a La Moncloa. Igual que sólo desde el acceso del bárbaro centralista Álvarez Cascos al Ministerio de Fomento se emprendió la modernización definitiva del aeropuerto del Prat.
 
Conocedor de esos precedentes pero político coherente donde los haya, nuestro Carod ha prometido conducirnos a la independencia del resto de España y, por el mismo precio, colocar a unos cuantos ministros de ERC en el Gobierno de la Nación, en el caso de que Rodríguez Zapatero ganara las elecciones y el PSOE necesitara de otros apoyos progresistas en el Congreso. Porque el pensamiento mítico, el único de curso legal en Cataluña  durante los últimos veintitrés años y también el único que practica este Carod, exige una España de caspa, moscas y toreros con, eso sí, sus cuatro progresistas bienintencionados a los que siempre habrá que echar una mano paternal desde nuestra atalaya de civilización y modernidad. Y si esa España no existe, se inventa. Durante toda la campaña electoral catalana, centenares de farolas de Barcelona han sido cubiertas con banderolas publicitarias en las que aparece caricaturizado el presidente del Gobierno, José María Aznar, en pose grotesca, vestido de matador de toros y adornado con simbología fascista; a su lado y abrazada a él, se muestra a una mujer con aspecto de prostituta que enseña un seno desnudo al los viandantes, mientras tapa el resto de su cuerpo con una toquilla y un mapa de España. Forman parte esos “reclamos” de la promoción de una obra teatral del grupo Dagoll-Dagom, y se aclara en la parte inferior de las banderolas que el espectáculo cuenta con la correspondiente subvención oficial de la Generalitat. Naturalmente, todos los partidos políticos, incluido el PPC de Josep Piqué, han considerado absolutamente normal esa utilización del patrimonio del Ayuntamiento de la capital catalana durante los días previos a las elecciones. La pieza teatral es una bromita más entre las innumerables del mismo estilo que la clase dirigente catalana ha promovido y celebrado durante el último cuarto de siglo. Nunca pensaron que esas charlotadas se les podrían ir de las manos. Pero se les han ido. Carod y su ERC son el resultado de esas gracias. Ahora, el próximo chiste sobre Madrit lo contará Esquerra Republicana, y entonces todos dejarán de sonreír.  
 
 

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