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La tasa Gallardón

Decía Ruiz Gallardón durante la campaña electoral para la alcaldía que “la izquierda, cuando hay un problema lo único que sabe hacer es subir los impuestos y cobrar”. Nadie entendió entonces que con eso quería anunciar que él los subiría todos porque sí, con independencia de que hubiera o dejase de haber problemas.

La burbuja burocrática que se ha desatado súbitamente en los despachos del Ayuntamiento de Madrid —325 consejeros áulicos que administrarán sus arbitrios al alcalde a un promedio de diez kilos anuales de los de antes por ristra de consejas y barba— ya amenaza con estallar en el bolsillo de los contribuyentes de la capital. Decía Ruiz Gallardón durante la campaña electoral para la alcaldía que “la izquierda, cuando hay un problema lo único que sabe hacer es subir los impuestos y cobrar”. Nadie entendió entonces que con eso quería anunciar que él los subiría todos porque sí, con independencia de que hubiera o dejase de haber problemas. Y, gracias a que nadie le leyó los labios —ni el brillo de la mirada— cuando pronunciaba esa frase, ganó las elecciones.
 
Para empezar, ha decidido subir en un cincuenta por ciento el Impuesto de Bienes Inmuebles a los propietarios de viviendas vacías. Para continuar, aumentará el mismo impuesto en un veinticinco por ciento a los dueños que las tengan llenas (de momento no ha dicho nada de los mediopensionistas, pero ya se le ocurrirá algo). Y, para acabar, será capaz de justificar la voracidad fiscal de su pequeño ogrito filantrópico desde la más absoluta convicción liberal-conservadora. Liberales así sólo se pueden dar en países que han visto cómo los más feroces revolucionarios anarquistas, la única vez que tocaron poder, durante la República y la Guerra Civil, en lugar que quemar los registros de la propiedad, los alteraban para registrar solares y viviendas a su nombre. Por eso no hay que extrañarse de que, en esta patria de la coherencia, Izquierda Unida haya tenido que esperar a la llegada de Gallardón a la alcaldía para poder ver cumplida su vieja aspiración programática de castigar a los
ahorradores que osaran adquirir una segunda vivienda con su dinero.
 
La tasa Gallardón, se nos dice para tranquilizarnos, es un impuesto que sólo se crecerá ante los “especuladores”, que a partir de ahora se deberán andar con tiento. Porque el sujeto pasivo de la alcaldada será el especulador ausente. El problema es que ése es un personaje más difícil de identificar que el soldado desconocido. Y puede que sobre esa piedra empiecen a cavar su tumba administrativa los 325 validos de Gallardón. ¿Deberá esperar su justo castigo municipal el madrileño que abandone su hogar para desplazarse por motivos de trabajo a otra ciudad? ¿Especula el emigrante jubilado que confía las llaves de su vivienda a la portera y parte luego para pasar el resto del año en su pueblo de origen? ¿Maquina para alterar el precio de las cosas el padre que compra un piso a la espera de que lo ocupe uno de sus hijos, una vez se haya casado? ¿Es perseguible de oficio la tardanza de los herederos múltiples a la hora de ponerse de acuerdo para decidir el destino último de una propiedad inmobiliaria que les ha sido legada en partes alícuotas? ¿Tiene derecho alguien a vivir simultáneamente en dos casas de su propiedad, simplemente, porque le da la gana, sin temer ser sancionado por ello? El oráculo que responde a estas y otras preguntas se esconde en el articulado de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales. A los que lo consultan, les dicta que es el Gobierno de la Nación el único legitimado para definir qué es una vivienda desocupada. Que sea competencia del estado, y no del alcalde, dibujar el retrato robot del presunto ausente, tal vez sea la última esperanza que les quede a todos esos propietarios para no tener que pagar la tarifa de la demagogia municipal. El caso es que, de momento, no han aparecido en el BOE los rasgos que identifiquen con precisión a esos madrileños tan manifiestamente estigmatizables para el Ayuntamiento. 
 
La gallarda iniciativa municipal se justifica, según sus promotores, por ser reos de especulación los compradores de segundas viviendas. No se entiende, sin embargo, que, habiendo llegado las 325 lumbreras municipales a semejante profundidad conceptual en los arcanos de la teoría económica, no hayan decidido actuar inmediatamente contra los mayoristas de botijos, los tratantes de mortadelas, los inversores en sellos o los distribuidores de aceites y grasas vegetales. Porque todos ellos son “especuladores”, es decir, personas que adquieren bienes con la esperanza de poder revenderlos a un precio más alto en un momento posterior del tiempo. Si se equivocan y el precio futuro de sus adquisiciones es más bajo, son ellos los únicos que pierden. Si por el contrario aciertan y el precio es más alto, las ganancias son para ellos, y para toda la sociedad: la propia presión vendedora que representan entonces fuerza que los precios finales sean inferiores a los que se darían en su ausencia. Arbitraje se llama la figura, y es tan antigua como el mundo. ¿Por qué no ha decidido, pues, ese nuevo Consejo de Castilla que ilumina los bandos del alcalde construir de inmediato un lazareto para encerrar allí a todos esos especuladores? Al parecer la razón de tanta indulgencia es que, a pesar de esos malvados, por alguna extraña razón los jóvenes no tienen problemas para acceder a los botijos y a las mortadelas. Sin embargo, sí los tienen, y muchos, para conseguir viviendas de compra o alquiler a precios razonables. En relación a esa paradoja, hay quien cree que los especuladores pasan a  ser nocivos para la comunidad sólo cuando pueden decidir de forma individual qué cantidad de mortadela habrá en las charcuterías de Madrid o cuántos solares calificados como no urbanizables pasarán a serlo en el mismo municipio. Lo creía, por ejemplo, el Gobierno, que intentó liberalizar el suelo en 1997, antes de que el Tribunal Constitucional le quitase la competencia para legislar sobre la materia. Desde aquel momento quedó claro que únicamente los presidentes de las comunidades autónomas podrían tener la capacidad para regular la oferta —y por tanto el precio— del suelo en España. Qué gran oportunidad perdió entonces don Ernesto Jiménez Caballero: le negaron el sillón del Gran Inquisidor cuando acabó la primera batalla de Madrid, pero podría haber logrado en la segunda el del Gran Especulador. Para conseguirlo, sólo tendría que haber durado unos cuantos años más y haberse sabido labrar un hueco entre los asesores del nuevo gran asesorado. 
 

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