La letra pequeña del Plan Maragall
La mejor prueba de la profunda españolidad de los catalanes es que nunca dejan de ignorar los libros importantes que tampoco se molestan en leer sus iguales mesetarios. La penúltima manifestación de esa común fobia ágrafa fue el eco, más mísero que pobre, que encontró en las librerías Catalunya: de la identitat a la independència.
El que, por obligación, no tendrá más remedio que hincarle el diente un día de éstos será el pobre José Montilla, ese cordobés que el PSC-PSOE enviará al Congreso de los Diputados para que explique a los andaluces porqué se siente tan incómodo y expoliado dentro de este estado antipático llamado España. Antes de empezar a escribir el artículo he tratado de pensar en él, de imaginarlo en la soledad de la lectura con la sola compañía de un roturador rojo y de un diccionario de catalán. He querido acompañarlo mientras subrayaba las cuatro frases que han de dar entidad al pequeño papel de secundario que, por fin, le han concedido los productores de la comedia. No me ha sido posible. No, porque en ese momento me ha venido a la mente —no he podido evitarlo— un viejo chiste de Forges; aquel en el que dos rogelias enlutadas caminan hacia ninguna parte a través de un páramo cuando una le espeta a la otra: “Tantos años para aprender que se decía pinícula, y ahora resulta que hay que decir flim”. Porque ocurre que, tras cien años de experimentar todas las formas imaginables de su perpetuo onanismo compulsivo con la obsesión identitaria, los independentistas han llegado a la conclusión de que no son nacionalistas. “Cosas veredes mío Cid”, que decía aquél. Así, el principal ideólogo de los socialistas catalanes nos anuncia a todos los montillas y pasmados del Principado la buena nueva de que el objetivo de la inmediata secesión de Cataluña del resto de España nada tiene que ver con el nacionalismo. Rubert aclara de entrada que no es nacionalista y Maragall, tampoco. Por lo leído, los nacionalistas somos los demás; por ejemplo, los votantes del PSC de Santa Coloma de Gramanet o de Hospitalet que lo forzaron a él a tener que sufrir la compañía del resto de los eurodiputados del PSOE para acceder a su escaño en el Parlamento Europeo. No obstante, a todos ellos, electores y elegidos, les avisa en esa breve declaración programática del maragallismo teórico de que si Cataluña fuera un estado “entonces sí que lo acatarían todo: este es justamente el único lenguaje que entienden…” Se lo dice refiriéndose a la lengua, algo que, por supuesto, nada tiene que ver con obsoletas e inelegantes manías identitarias.
Tampoco —nos ilumina— es postmoderno ni defendible el concepto de Estado-nación. Esas antiguallas opresivas de los “derechos colectivos” van a desaparecer cualquier día de éstos, si hemos de hacer caso a las revelaciones del oráculo de Maragall. Por lo tanto, nada de construir nuevos estados. Muy al contrario, lo que tiene que proponerse el Gobierno de la Generalitat es… “mantener, ya desde ahora, un cierto control de la coacción física y de la redistribución económica; es decir, de los elementos que constituyen todavía hoy el núcleo del prestigio y legitimidad del Estado”. Si pensaba Montilla que las lecciones de ambigüedad calculada que le dio Pujol durante veintitrés años iban a servirle para algo en su triste nuevo empleo, ya sabe que andaba equivocado del todo. Para aprobar el examen de sus jefes, lo que ahora le tocará aprender a recitar será el neocantinflismo conceptual de la incipiente doctrina Rubert.
En el prólogo del libro, escribe Maragall desde esa modestia intelectual que caracteriza a los dos amigos que lo que él se propone es “convencer a España de su miopía”. La miopía que ha llevado a unos cuantos millones de votantes del PSOE —los nacionalistas que denuncia su teórico— a pensar que el desarrollo económico que ha experimentado el resto del país durante el último medio siglo podría hacer que, para los antinacionalistas catalanes, fuese menos insufrible la convivencia simétrica e igualitaria con los demás ciudadanos. Pues, no; también en eso se han dejado cegar por la tan hispana y gárrula pasión colectivista. La economía catalana, asegura el autor en su ejercicio de ventriloquia con el president Maragall, no está integrada con la de “Madrid” porque, según ellos, no son complementarias, sino competitivas; todo lo contrario de lo que ocurriría, por ejemplo, con las industrias turísticas de Valencia, Baleares y Cataluña, ejemplo para el Rubert economista de fraternidad mercantil postnacionalista. Por eso, el manifiesto maragalliano defiende que, olvidando “paranoicas integridades territoriales”, el “marco político funcional” para la armonía económica del Principado serían... “los Països Catalans”.
¿Quiere, pues, la soberanía el PSC? Claro que no. Eso también es bruma del pasado, algo propio del “estado de espíritu” identitario, premoderno y más bien tosco que reina en “Castilla”. No, lo que se promoverá en el flim del que ha escrito el guión Rubert será otra cosa. ¿Qué? Pues, muy simple: que “lo que quieran vascos y catalanes lo han de votar democráticamente ellos y sólo ellos”.
Cuenta Maragall, al principio de esas 150 páginas que nadie quiere leer, que es cosa de mucha risa lo que le pasa a Xavier Rubert de Ventós con un amigo que tiene en Madrid. Al parecer, se trata de un hombrecillo más bien apocado y de no demasiadas luces que les suplica a nuestros antinacionalistas que no se marchen. “Si os vais de España soy más moro”, asegura Rubert que le ruega ese infeliz del que por vergüenza ajena no nos quieren dar el nombre. Cruel y altivo, el filósofo del socialismo catalán le replica: “¿Tanto me necesitas, corazón loco?” Para mí tengo que se llama José Luis.
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