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El gatopardo verde

No hay un sólo campesino en el mundo que sea ecologista igual que no existe un sólo preso que no piense en cómo fugarse de la cárcel. El mito del retorno a la “armonía” con la Naturaleza, como el toreo de salón, es un invento urbano en el que se han recreado a lo largo de los siglos los que no han tenido la desgracia de vivir sometidos a la arbitraria tiranía del medio natural.

Y es como esa nostalgia por los primeros tiempos que dicen experimentar muchas personas que han triunfado en la vida después de unos inicios difíciles, algo que se cuenta pero que en el fondo nadie siente en serio.
 
De un tiempo a esta parte, el ecologismo, esa ideología que tiene una relación con la ecología próxima a la que pueda tener la astrología con las leyes que rigen el Universo, se ha convertido en la expresión política de ese mito. Como todos los movimientos que se apoyan en apelaciones emocionales, para poder expandirse aloja su doctrina en aquella región de las mentes en la que el miedo y el sentimiento de culpa crean un refugio para las conductas irracionales. Sólo a partir de la utilización inteligente de esas emociones básicas ha sido posible la paradoja de su éxito. Porque, aun tratándose de un movimiento absolutamente irrelevante en términos de representación electoral, el lobbie verde ha sido capaz de mover a su favor la masa crítica a partir de la que es posible moldear las opiniones del ciudadano medio sobre las cuestiones ambientales. Para comprobar que es así, basta con hacer un repaso a los juicios que difunde sobre esa materia la pléyade de líderes de opinión que empieza por los maestros de escuela, continúa por periodistas, publicitarios, artistas y personajes populares, y acaba con los políticos de los grandes partidos que acomodan sus mensajes a los sismógrafos de las encuestas de opinión.
 
Únicamente su éxito en la colonización de los sentimientos a través de la utilización de resortes psicológicos elementales —en una sociedad de telespectadores huérfana de los grandes sistemas de sentido que fueron las ideologías en el siglo pasado— puede explicar un nuevo Santo Oficio como el que ejerce, por ejemplo, Greenpeace. Porque asistimos a la emergencia de una inquisición “verde”, con sus bulas y anatemas, de sentencias ejecutivas e inapelables, que tiene como primera manifestación externa la exigencia del plácet de cualquier grupo de indocumentados que se presente bajo su etiqueta, antes de poder llevar a la práctica cualquier proyecto con resonancias ambientales. Por eso no es una mera casualidad que el desembarco de los talibanes en la Generalitat de Cataluña incorpore también a Iniciativa per Catalunya- Els Verds. Un grupo que sólo se diferencia de sus socios porque casi considera más urgente acabar con el sector de la construcción y del turismo en todo el litoral catalán, que prohibir el uso del castellano en los institutos y las universidades.
 
Ese nuevo milenarismo apocalíptico y mesiánico, como el que practican Greenpeace y los neocomunistas, nada tiene que ver con el propósito de que el coste de la limpieza corresponda al que contamine. Lejos de eso, se trata de una actualización de aquel pensamiento totalitario que quedó totalmente desacreditado, en su versión original, después de la caída del muro de Berlín. Simplemente, la vieja retórica de la “explotación del hombre por el hombre” ha sido sustituida por la del “capital” que oprime y destruye la Naturaleza. Los viejos enemigos de la libertad ya no hablan de la dictadura del proletariado. Como los personajes de El Gatopardo, se dieron cuenta de que todo tenía que cambiar para que todo pudiera seguir igual. Así, tras el urgente reciclaje semántico y cromático, todo ha seguido igual. El capitalismo liberal tiene la culpa de todos los males de la Humanidad. No hay una sola inundación o catástrofe natural que no se pueda atribuir a una perturbación del medio provocada por “las multinacionales”. Y, ya que es sabido que la contaminación que producen las erupciones volcánicas es más determinante para un eventual cambio climático que la acción humana, no debe faltar mucho para que atribuyan al imperialismo romano la destrucción de Pompeya por el Vesubio. Tan iguales siguen a sí mismos que también han recuperado la añeja figura del tonto útil. Sólo que ahora los compañeros de viaje adoptan la forma de burócratas de organismos internacionales que se dedican a poner en circulación conceptos-consigna tan peregrinos como ése que llaman desarrollo sostenible, y que no es más que la versión postmoderna de aquella otra tontería del Club de Roma, el crecimiento cero.
 
Es muy cierto aquello de Marx de que la Historia cuando se repite lo hace en forma de farsa. Tanto que nada más desde el recuerdo de la pusilanimidad del gobierno de Kerenski frente a la audacia de Lenin se puede entender la moratoria de la Unión Europea que prohíbe el desarrollo de nuevos transgénicos, a pesar de que ni una sola persona en el planeta ha sufrido jamás daño alguno por consumirlos. Del mismo modo que sólo desde el recuerdo de que todavía compartimos con los reptiles superiores una mínima parte de nuestros cerebros se puede entender que los ecologistas hayan sido capaces de abrir un debate con las instituciones para retirar el cloro del agua potable. Su objetivo es conseguir que vuelva a ser tan natural como la que sirve de transmisor del cólera en los países subdesarrollados; ésos que todavía viven en armonía con la diosa naturaleza y a salvo del capitalismo depredador.
 
Siempre el miedo, la ignorancia y la culpa. Alejandro VI, el Borgia más astuto, montó el mayor negocio de la época vendiendo parcelas del Cielo a los ingenuos culpabilizados que compraban sus indulgencias a granel. Si viviera hoy, seguro que hubiese conservado la misma clientela para convertirse en el principal magnate del gremio de la nostalgia del buen salvaje.
 
 

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